31.5.07

La persona del año en el olvido

Time se olvida de "ti" en su elección de los más influyentes del planeta

No tuvo que pasar mucho tiempo antes de que la revista Time, solapa nomás, empezara a borrar las huellas del calambre populista que la llevó a nombrar a los millones de usuarios de internet del mundo como "la persona del año". No tuvo que pasar ni siquiera el año mismo del seudo-reinado geek.

Hace ya varios días Time nombró, en su otra célebre elección del año, a los cien personajes más influyentes del planeta, y, oh sorpresa, la "persona del año" de hace unos pocos meses ya no se ve tan importante: el "usuario común de internet" no aparece, virtualmente (no pun intended), por ninguna parte.

Entre los cien mencionados hay apenas media docena de personajes vinculados con el mundo virtual: una blogger (Zeng Jinyan, la famosa activista china) y un puñado de neo-millonarios-visionarios (los creadores de YouTube, MySpace, QQ y Second Life).

Repito: una blogger. Versus diez actores de Hollywood, dos modistos, dos top models, cuatro anfitriones de la tele americana y Justin Timberlake. ¿Dónde quedó el espíritu inclusivo, ecuménico y democrático de la anterior elección de Time? Digamos que se encogió hasta la desaparición.

Ojo que no se trata de dos elecciones inconexas: cuando Time, hace poquísimo, nombró a los usuarios comunes de internet como "la persona del año", lo hizo con una frase memorable: "you control de information age". Las dos encuentas son sobre poder. La primera fue celebrada por bloggers alrededor del mundo como si hubiera sido su canonización.

Esta segunda, en cambio, es mucho menos comentada. Sobre todo en los blogs latinoamericanos. Y se entiende: ¿cuántos latinoamericanos vinculados con internet aparecen en la nómina? Ninguno. ¿Y cuántos latinoamericanos en general? Sólo uno: Raúl Castro, el hermano chiquillo (74) de Fidel, el mismo que se ha encargado de que los cubanos vivan casi por completo privados de internet.

¿Dónde están Enrique Krauze y Fernando Cardoso, Mario Vargas Llosa y Hernando de Soto (para mencionar sólo a los latinoamericanos que aparecieron en la lista de los cien intelectuales más influyentes del planeta en la famosa encuesta de la revista Prospect, el año pasado)? No están. Pero sí están Kate Moss y Leonardo di Caprio, Roger Federer y Thierry Henry, Tyra Banks y Cate Blanchett.

Y pensar que se trata del mismo jurado --súper serio, súper acertado, súper atendible-- que hace poco nos nombró a todos "personas del año".

Fotomontaje gfp.

30.5.07

Cuento de Susanne Noltenius

Una muestra de Disidentes, antología de Revuelta Editores

El sello Revuelta Editores ha colocado en librerías el volumen Disidentes, una antología de cuentistas peruanos de las últimas generaciones, según la selección del antologador Gabriel Ruiz Ortega.

Entre los reunidos destacan las presencias de
Santiago Rocagliolo, Daniel Alarcón, Johan Page, Edwin Chávez, Marco García Falcón, Luis Hernán Castañeda, Leonardo Aguirre, Daniel Soria, Claudia Ulloa, Víctor Falcón, Carlos Yushimito y Ezio Neyra, en una nómina que alcanza las dos decenas de narradores y que promete ser debatida hasta nunca acabar.

A propósito, resulta interesante leer las opiniones que, sobre los relatos y autores antologados, viene publicando en la Bitácora de El Hablador otro miembro de la misma generación, Francisco Ángeles, que se ha puesto la meta de comentar cada uno de los textos en entregas semanales, agrupándolos de cinco en cinco.

En Quipu pueden ver el avance prometido: uno de los cuentos antologados, Tsunami, del primer libro de la escritora Susanne Noltenius, con quien pueden familiarizarse más leyendo esta entrevista hecha tiempo atrás por el ahora antologador Ruiz Ortega.

Imagen tomada de letras.s5.

Tres días que remecieron el mundo

El 30 de mayo de 1967 apareció Cien años de soledad; el 1 de junio, Sgt. Pepper´s

Hoy, 30 de mayo del año 2007, se celebran cuarenta años de la aparición de Cien años de soledad, al menos si uno toma como fecha referencial su pie de imprenta. La novela tiene mil méritos estéticos y tiene un gran mérito emotivo: es una de las pocas sensaciones íntimas, una de las pocas alegrías de la memoria personal que cientos de milesde latinoamericanos comparten unos con otros.

Pasado mañana, 1 de junio, se cumplirán cuarenta años del lanzamiento de Sgt. Pepper´s Lonely Hearts Club Band, uno de los discos clave de los Beatles y de la música popular del siglo veinte, elegido por Rolling Stone como el número uno en su ránking The 500 Greatest Albums of All Time (en cuyo top 5, tres discos son de los Beatles).

A estas alturas nada puedo añadir a los kilómetros de artículos que aparecen sobre Cien años de soledad y el Sgt. Pepper´s en estos días en la prensa y en internet. Ninguna anécdota conozco, que no sea conocida para todos, sobre los meses de reclusión en que GGM redactó su obra maestra, ni sobre los 129 días en que Paul McCartney tomó las riendas de los Beatles para grabar el más experimental de todos sus discos (que hubiera sido aún más inverosímil si la disquera les hubiera dado el tiempo que necesitaban para redondearlo con las canciones que, cinco meses más tarde, formaron el Magical Mystery Tour).

Una cosa se me ocurre como homenaje: colocar aquí debajo un breve texto de Gabriel García Márquez sobre los Beatles. Es un pasaje emocionante para cualquiera que lleve las páginas del colombiano y las canciones de los Beatles en el corazón:

"Así es: la única nostalgia común que uno tiene con sus hijos son las canciones de los Beatles. Cada quien por motivos distintos, desde luego, y con un dolor distinto, como ocurre siempre con la poesía. Yo no olvidare aquel día memorable de 1963, en México, cuando oí por primera vez de un modo consciente una canción de los Beatles. A partir de entonces descubrí que el universo estaba contaminado por ellos. En nuestra casa de San Angel, donde apenas si teníamos donde sentarnos, había solo dos discos: una selección de preludios de Debussy y el primer disco de los Beatles.

"Por toda la ciudad, a toda hora, se escuchaba un grito de muchedumbres; “Help, I need somebody”. Alguien volvió a plantear por esa época el viejo tema de que los músicos mejores son los de la segunda letra del catálogo: Bach, Beethoven, Brahms y Bartok. Alguien volvió a decir la misma tontería de siempre: que se incluyera a Bosart. Alvaro Mutis, que como todo gran erudito de la música tiene una debilidad irremediable por los ladrillos sinfónicos, insistía en incluir a Bruckner. Otro trataba de repetir otra vez la batalla a favor de Berlioz, que yo libraba en contra porque no podía superar la superstición de que es oiseau de malheur, es decir, pájaro de mal agüero. En cambio, me empeñe, desde entonces, en incluir a los Beatles. Emilio García Riera, que estaba de acuerdo conmigo y que es un critico e historiador de cine con una lucidez un poco sobrenatural, sobre todo después del segundo trago, me dijo por esos días: “Oigo a los Beatles con un cierto miedo, porque siento que me voy a acordar de ellos por todo el resto de mi vida”. Es el único caso que conozco de alguien con bastante clarividencia para darse cuenta de que estaba viviendo el nacimiento de sus nostalgias. Uno entraba entonces en el estudio de Carlos Fuentes, y lo encontraba escribiendo a maquina con un solo dedo de una sola mano, como lo ha hecho siempre, en medio de una densa nube de humo y aislado de los horrores del universo con la música de los Beatles a todo volumen (....)

"Esta tarde, pensando todo esto frente a una ventana lúgubre donde cae la nieve, con mas de cincuenta años encima y todavía sin saber muy bien quien soy, ni que carajos hago aquí, tengo la impresión de que el mundo fue igual desde mi nacimiento hasta que los Beatles empezaron a cantar. Todo cambio entonces. Los hombres se dejaron crecer el cabello y la barba, las mujeres aprendieron a desnudarse con naturalidad, cambió el modo de vestir y de amar, y se inicio la liberación del sexo y otras drogas para soñar. Fueron los años fragorosos de la guerra de Vietnam y la rebelión universitaria. Pero, sobre todo, fue el duro aprendizaje de una relación distinta entre los padres e hijos, el principio de un nuevo dialogo entre ellos que había parecido imposible durante siglos".

Gabriel García Marquez
16 de Diciembre de 1980
(Extraído de Notas de prensa 1980 – 1984. Tomado de aquí).

Y, claro, un video del "Sgt. Pepper´s Lonely Hearts Club Band": es una suerte de "behind the scenes" de la grabación de "A Day in the Life", la canción final del disco, con la orquesta de enmascarados, el ambiente de extravío y efervescencia, y el concurso de invitados como Mick Jagger:



Fotomontaje gfp.

29.5.07

Carla Bruni, maestra de inglés

Su segundo disco trae poemas de Yeats, Dickinson, etc

Problemas para los detectores de nacionalidades: Carla Bruni, la ex top model italiana, convertida desde hace cinco años en el éxito menos previsible de la música en lengua francesa, hace ahora un segundo cambio de idioma para lanzar su nuevo disco, esta vez grabado en inglés, con canciones que son poemas del canon anglosajón a los que Bruni ha puesto melodía.

El primer disco de la turinesa, Quelqu'un m'a dit (2002), compuesto casi enteramente por canciones suyas, fue uno de los niños mimados de la crítica europea en ese año. Y es en verdad un disco excelente, de una sencillez que lo hace aún más sorpresivo.

El nuevo disco, aparecido en Europa pero aún no oficialmente en Estados Unidos, se llama No Promises, y las letras de las canciones son versos de W.B. Yeats, W.H. Auden, Dorothy Parker, Walter de la Mare, Emily Dickinson y Christina Rossetti (hermana de Dante Gabriel). Pero, mejor, que ella misma explique algo sobre su nueva obra:



Nota: no olviden la encuesta de la semana, "¿A quién sacarías del canon peruano?", que pueden responder abajo a la derecha.

Fotomontaje gfp: Con Carla Bruni al fondo, los poetas Emily Dickinson y W.B. Yeats.

¿A quién sacarías del canon peruano?

Primera encuesta de Puente Aéreo: ¿a quién borrarías de tu libro escolar?

Copiándome de Iván Thays, y para seguir de manera lateral con el tema del post anterior, se me ocurre poner una encuesta en Puente Aéreo esta semana (la encontrarán en el lado derecho, si bajan un poquito por esta página): si pudieras eliminar a uno o más escritores peruanos de nuestro canon, ¿con quién o quiénes comenzarías?

Como la pregunta es compleja (implica un poco de maldad y un poco de espiritu justiciero del tipo venganza vicaria), reduzco las alternativas a un grupo de escritores claramente canónicos y de tiempos remotos.

Y no necesariamente enumero entre las respuestas a autores que yo piense prescindibles. La idea es la siguiente: hay escritores a los que los peruanos hemos leído básicamente porque son peruanos y están en nuestros libros de colegio, pero sin los cuales podríamos vivir perfectamente nuestras vidas de lectores dedicados a la buena literatura. ¿Quiénes son?

Por si acaso: he activado la opción de respuestas múltiples, así que los votantes pueden marcar los nombres de varios autores a la vez; tantos como les parezca. Una cosa más: quienes sientan que otros nombres debieron estar en la lista, pueden mencionarlos vía comment. Las propuestas referidas a autores contemporáneos deberán venir firmadas para evitar el absoluto despelote de costumbre.

Fotomontaje gfp: Clemente Palma con los pelos de punta, pide que se respete su lugar de privilegio.

28.5.07

¿Peruano o norteamericano?

Sobre el asunto de Daniel Alarcón y las literaturas nacionales

Los libros (y la biografía) de Daniel Alarcón siguen dando tema de conversación en la esfera literaria peruana: aunque aún falta bastante para que nuestra crítica genere una lectura compleja de sus dos primeros libros y comience a explicar la mecánica de la relación entre Alarcón y sus dos tradiciones (la peruana y la norteamericana), el tema, a nivel de discusión inicial, reaparece cada cierto tiempo.

Las posturas que se escuchan (por ejemplo, entre los comentarios a una encuesta sobre el tema que Iván Thays viene proponiendo en su blog) suelen ir en tres direcciones:

(a) Alarcón es peruano como las combis asesinas y los cigarrillos sueltos, y al que diga que no, lo mismo le digo yo.

(b) Alarcón es gringo como ponerse un terno con zapatillas y al que diga que no, likewise.

(c) No es relevante que Alarcón sea peruano o gringo, porque la literatura trasciende todas las fronteras y quien se preocupa por discutir el asunto es probablemente un nacionalista primitivo.

Si es relevante para el caso, diré que yo sí recuerdo declaraciones de Alarcón que dejan bastante en claro que él se siente parte de ambos mundos (las declaraciones me las dio en una entrevista publicada en Caretas).

Y no es poco importante señalar que, cuando Alarcón escribe sobre el Perú, cosa que ha hecho en sus dos libros publicados, tal ejercicio no es el producto de una investigación mayoritariamente libresca (Vargas Llosa en La guerra del fin del mundo), sino la consecuencia de un conocimiento heredado, familiarmente transmitido, reaprendido en la convivencia y en el regreso a la tierra en que nació.

A quienes responden (a) o (b) cabe decirles que, en efecto, la nacionalidad no es un fenómeno excluyente, que dos pertenencias nacionales no se anulan una a la otra en términos simples. El caso más obvio en la historia es el de la nación judía, cuyos miembros suelen sentirse (e incluso ser legalmente) parte de dos filiaciones nacionales diversas, sin que una atente contra la otra.

De hecho, con la globalización y la multiplicación de las migraciones y los éxodos, se ha definido mucho más el espacio crítico de lo que en literatura y en otros campos se llama "border studies", los estudios de frontera, que atienden a las producciones culturales ejecutadas en el tránsito interétnico, internacional, o referidas a él, o que lo problematizan. Uno de los casos más frecuentes es el de los autores de frontera, repartidos en dos universos, como Daniel Alarcón, Federico Campbell, William Carlos Williams, Rodolfo Wilcock, César Moro y un infinito etcétera.

Pero quienes piensan que la existencia misma de esos autores (o Beckett, Ionesco, Nabokov, Conrad) demuestra que la línea de las nacionalidades es irrelevante para la recepción o el estudio de la literatura, están, creo yo, en un gran error: la existencia de los autores de frontera demuestra, más bien, la existencia de los terrenos a ambos lados de la frontera: los puentes demuestran las riberas del río.

Decir, como se ha dicho, que para comprender a Alarcón es irrelevante preguntarse por su pertenencia a la tradición y la nación norteaméricanas y a la tradición y la nación peruanas, recurrir para ello al argumento de la universalidad de la literatura, implica privar a la obra de Alarcón de una de sus puertas de entrada más interesantes: ¿cómo es que Alarcón integra ambas tradiciones, cómo es que conjuga ambas miradas? ¿Qué hay de Wells en Lost City Radio y qué de Lituma en los Andes o de El hablador?

Quienes simplemente descartan la existencia misma de las literaturas nacionales (y por tanto consideran que la discusión es inútil) lo hacen o bien a nombre del principio idealista de que la literatura es una sola, o bien arguyendo que las literaturas nacionales son un invento demasiado reciente, acaso no anterior al romanticismo, y por lo tanto artificial y descartable. Yo les diría lo siguiente: también los estados-nación son un invento reciente, tanto como sus literaturas, y nadie dirá por ello que no existen, y nadie creerá que se puede entender el mundo contemporáneo sin entender los discursos asociados con ellos. Decir que las literaturas nacionales no existen es negar doscientos cincuenta años de historia literaria.

Ciertamente, no es en función de su enorme calidad artística que todos nosotros hemos leído a Segura o a Pardo y Aliaga; no es por su renovación de la poesía occidental que hemos leído todos a Chocano. Si fuera un asunto de calidad literaria, no los habríamos leído jamás. (Y quien no entienda eso, ése sí que es un nacionalista).Los leemos porque nuestro concepto de literatura funciona dentro de los parámetros de las historias nacionales, y ello incluye el hecho de comprender a la literatura no sólo como estética y como ejecutoria privada y personal, sino también como política y como construcción colectiva.

¿Voy yo a leer a Daniel Alarcón como escritor norteamericano? Sí. ¿Y como escritor peruano? Obviamente, sí. Si no lo hiciera perdería de vista una porción gigantesca de su visión del mundo.

Habrá quienes juzguen provinciana mi opción: es todo lo contrario. No me cabe duda de que la mejor crítica de la obra de Alarcón la harán críticos peruanos, o muy familiarizados con la tradición peruana. Los críticos norteamericanos, lamentablemente, tendrán un ojo vendado porque no sabrán ver lo peruano en la obra de Alarcón. Y eso sí que es ser provinciano y limitado: es el provincianismo que sufren los que se sienten el centro del mundo.

En la práctica, para hablar de literatura, no basta con creer que las fronteras no existen, ni sirve desconocer lo que hay más allá de la propia frontera: sirve detectar las fronteras y saber cruzarlas, en toda dirección, cada vez que sea necesario.

Fotomontaje gfp.

La musa activa

Inspiradoras, monstruos y portentos: el fénix mexicano

En Moleskine, Iván Thays nos cuenta sobre una discusión interesante, aunque poco atendida, que ha surgido a raíz de una respuesta ofrecida por Daniel Salas a un texto de Rocío Silva Santisteban.

El texto de Rocío se titula Los escritores y sus estereotipadas musas. Fue originalmente una de sus columnas de prensa, pero lo pueden ver reproducido en su blog, Kolumna Okupa (que aprovecho para recomendar). El de Daniel se llama Modelos femeninos y apareció como post en el blog colectivo (o en el colectivo de Silvio Rendón) Gran Combo Club.

Como explica Iván, buena parte de los argumentos se resumen en estos dos párrafos, uno de cada texto:
Dice Rocío Silva Santisteban: "En la extensa producción cuentística borgeana hay pocas mujeres y, por cierto, las que centran la atención del maestro argentino no están constituidas por, lo que se diría, una textura femenina profunda (...) en "La Intrusa", la mujer que causa el rencor de los hermanos Nielsen, prácticamente aparece como pretexto para desarrollar la trama, y no tiene ni cuerpo, ni textura, ni vida propia: es sólo un estorbo entre la maravillosa vida homosocial de los vaqueros; y en "El Aleph", el recuerdo de Beatriz Viterbo, génesis del extraordinario descubrimiento, se apaga de inmediato para dar paso a las rivalidades entre Borges y Carlos Argentino Daneri".

Daniel Salas replica: "Estereotipo y arquetipo no son lo mismo, se trata de dos formas de representación muy diferentes. Si yo represento a todos los argentinos como soberbios, esa es una versión estereotipada de los argentinos. Si cada vez que me refiero de hombre andino lo hago aparecer como mendaz, oscuro y de costumbres incivilizadas, estoy recurriendo a un estereotipo abiertamente racista. Pero eso es muy distinto de representar a los personajes recurriendo a modelos humanos convencionales, por ejemplo: el valiente, el macho, el cobarde, el profeta, el visionario, el avaro, el lector obsesivo, el librepensador, el ridículo, el traidor, el héroe. Esta forma de representar es literaria, no sicológica. (...) En el cuento "La Intrusa", como bien señala Rocío Silva, la mujer que divide a los hermanos no posee una densidad propia, pero ocurre lo mismo con los hermanos Nielsen, quienes a su vez encarnan el modelo de la unión masculina. Lo primero, llama la atención de la poeta, pero lo segundo no. ¿Por qué? Interesada en ver solamente los personajes femeninos, ella soslaya el conjunto".
Yo, por mi parte, quiero comentar otro aspecto del texto de Rocío (mi ex colega de Somos a quien no veo hace varios años, lamentablemente, salvo por un encuentro fortuito y corto en Puerto Rico que se produjo, oh ironías, justamente en una fiesta amenizada por el original Gran Combo).

Como Daniel y Rocío se han ocupado del lado más importante del asunto (los estereotipos de lo femenino, Rocío; la diferencia entre estereotipo y arquetipo, Daniel), yo me quedo con el menos relevante, el del término "musa", que Rocío menciona casi incidentalmente al inicio de su artículo:
"A Lope de Vega sus contemporáneos lo llamaban “monstruo de naturaleza” porque compuso más de 300 obras de teatro; y a Sor Juana Inés de la Cruz, cuyas obras completas suman cuatro volúmenes de cuatrocientas páginas cada uno, la llamaban “la Décima Musa”. ¿Musa? ¿Por qué?, ¿acaso no era ella la que cogía la pluma y se manchaba los dedos de tinta? Pues sí, pero como en ese entonces una mujer que sabía latín tenía mal fin, los detentores de lo que podría llamarse el marketing literario de la época, no supieron sino darle esta nomenclatura poco acertada".
A Lope de Vega lo llamaron "monstruo de la naturaleza", como recuerda Rocío, pero también "fénix de los ingenios". Curiosamente, la primera fórmula, la que aparentemente fue acuñada por Cervantes, era más irónica que elogiosa. El verdadero elogio para Lope de Vega era el otro sobrenombre: "fénix de los ingenios". A sor Juana Inés de la Cruz la llamaron "la décima musa" y también la llamaron de otro modo: "fénix de América". Ese era un elogio mayor por la referencia a Lope de Vega: a sor Juana se le consideró el par americano de Lope.

Lo de "musa" es más interesante. Yo mismo detesto encontrar, incluso hoy, lugares y textos donde ciertos escritores hablan de sus "musas" e incluso recurren a ese término para referirse a colegas escritoras, cuyo valor como autoras es reducido, así, en beneficio de su imagen como inspiradoras pasivas para el arte de los hombres. Pero eso no debe llevarnos a suponer que "musa" ha sido siempre una etiqueta para reducir o marginar a la mujer en el mundo de las artes.

Las musas clásicas, a las que sin duda aludían quienes llamaban a sor Juana "décima musa", no eran mujeres inermes, pasivas y congeladas que sólo sirvieran para activar el genio masculino: eran figuras eróticas, sí, y maternales también, pero ambas cosas en cuanto tenían de activas y creadoras: eran protectoras de las artes y presidían sobre los artistas; eran artistas ellas mismas: las musas de la música (en un principio todas lo eran) no sólo inspiraban canciones: las componían en instrumentos que ellas mismas inventaban para luego regalar a los seres humanos.

Algo más: cuando españoles y mexicanos se referían a sor Juana como la "décima musa", estaban haciendo, de paso, una referencia doble: no sólo a las musas clásicas, sino a una persona de carne y hueso, Safo de Lesbos, a quien Platón había llamado, justamente, "la décima musa". ¿Cuál es la naturaleza de esa referencia? Se trataba de otorgar un lugar a sor Juana por encima de todos los poetas vivos de su tiempo, hasta el punto que su talento igualaba o superaba al de la antigua "décima musa", Safo, con lo cual, casi literalmente, se colocaba a sor Juana en el ansiado Parnaso del mundo clásico. En resumen: el elogio consistía en referirse a sor Juana como un ser humano divino.

Que la mayor parte de sus contemporáneos no pensara eso, es otro asunto; pero quienes la llamaron "décima musa" no pudieron elegir una manera más significativa de realzar la insigne posición de la mexicana en el mundo de las letras de su tiempo.

Fotomontaje gfp.

27.5.07

La novela peruana después de Paolo de Lima

En defensa del anónimo de las 6:25 del 1 de noviembre del 2005

El polígrafo Paolo de Lima, en su blog Zona de Noticias, me ha acusado (pero con murmullos y sin claridad) de tomar una idea suya sin citarlo.

¿Cuál es la idea "tomada"?

Que existe una literatura "post-CVR".

¿Es esa una idea de Paolo de Lima?

Yo más bien creo que, en los términos en que él lo plantea, es un hecho real, verificable, como que existen fútbol post-Naranaja Mecánica, depresión post-parto y política post-once de setiembre.

¿Qué dijo Paolo de Lima cuando estrenó su término "novela peruana post-CVR" (el 24 de mayo del 2006) y en textos posteriores?

-- Que hay novelas escritas antes de la publicación del Informe final de la CVR y novelas que han sido escritas después, y que las que él llama "post-CVR"... han sido escritas después, pues.

-- Que el hecho de que esas obras "se sitúen con relación al Informe a través del diálogo, la contestación o lo ideológicamente afín es adjetivo con relación a la periodización en sí". O sea, que lo que importa es el calendario, no las ideas.

-- Que aparentemente toda novela peruana que sea post-CVR en el tiempo establece un cierto tipo de afinidad, diálogo o contestación en relación con el Informe final de la CVR. (¿Por qué? No lo explica. ¿Creo yo eso? No).

-- Que las ideas básicas de la novela La hora azul de Alonso Cueto provienen del Informe final de la CVR, es decir, que han sido extraídas o tomadas de allí. ¿En qué se apoya De Lima para esa aseveración? En nada.

-- Que entre esas novelas "post-CVR" debe contarse las de Víctor Andrés Ponce y Santiago Roncagliolo. (Verifico esto calendario en mano y noto que es una verdad inobjetable).

¿Qué dije yo cuando hablé de novelas "ideológicamente afines" a la CVR?

-- Que posiblemente se esté iniciando una línea novelística de narraciones "ideológicamente afines a la doctrina reconciliadora avanzada por el Informe final de la Comisión de la Verdad" y que La hora azul de Alonso Cueto puede ser la obra inaugural de esa tradición. Como todo el mundo sabe, que dos textos sean ideológicamente afines no implica que uno provenga del otro ni viceversa, e incluso si uno recurriera a datos ofrecidos por el otro, eso no garantizaría la existencia de una afinidad, ni el diálogo ni la contestación.

-- Que ciertamente no hay mayor vínculo ideológico entre la obra de Santiago Roncagliolo y la de Alonso Cueto, porque la novela de Roncagliolo es un roman noir que usa el asunto de la violencia política pero no reflexiona sobre el tema, mientras que la de Cueto se vincula ideológicamente con el Informe de la CVR en su afán reconciliatorio y en su inclinación a hurgar en la culpa burguesa (cosa esta última que escribí ya el 12 de febrero del 2006 en El Dominical de El Comercio: "La hora azul... ha inaugurado el tema de la transmisión de la culpa burguesa en tiempos postraumáticos").

¿Y si absolutamente todo lo que yo digo es distinto de todo lo que dice De Lima (excepto por el hecho de que para ambos el prefijo "post" significa "después"), cuál es la supuesta copia?

Ninguna, obviamente. Al parecer, ahora que todo el mundo plagia a todo el mundo, la fantasía de De Lima es soñar que alguien lo copia a él. Lo más gracioso de todo es que De Lima mismo da las pruebas de que su postura y la mía no coinciden en nada, en absolutamente nada, y, sin embargo, el solo hecho de que yo mencione que hay literatura "ideológicamente afín" a la CVR es suficiente para que él arme una intriga sobre un supuesto plagio. O sea que ya saben: De Lima cree que ha marcado el terreno y ahora cada persona que hable de novela "post-CVR" sin citarlo como fuente es un plagiario... ¡Plop!

Espero que nadie vaya a acusar a De Lima por la utilización de términos como "novela indigenista" o "periodo de postguerra" o "poesía surrealista" o "modernismo" o "boom latinoamericano" por cada vez que haya recurrido a esas etiquetas sin aclarar quién la dijo antes que él.

¿Algo más?

Sí, por supuesto, siempre hay algo más: debo añadir que la frase "literatura post-CVR" apareció por primera vez en internet bajo la forma de una pregunta-comentario dejada por un lector anónimo en este blog, Puente Aéreo, el día primero de noviembre del año 2005, y que, por tanto, cuando el señor Paolo de Lima quiera atribuírsela, primero tiene que pensarlo dos veces, respirar profundo, contar hasta diez y luego escribir: "como dijo el anónimo de las 6:25 pm del primero de noviembre del 2005 en el post ¿Dónde estábamos nosotros? del blog Puente Aéreo de Gustavo Faverón Patriau..."

No vaya a ser que el anónimo lo acuse de plagio. Y pensar que el anónimo podría ser él mismo... Ah, paradojas del mundo virtual.

Fotomontaje gfp.

26.5.07

La venganza y la sonrisa

Las caras del Joker: de Victor Hugo a Guillermo del Toro

Viendo por segunda vez
El laberinto del fauno, me resulta inevitable asociar al personaje de Sergi López, el malévolo capitán falangista, con el Joker de Jack Nicholson. Cuando uno ve a López intentando abandonar el laberinto, con su hijo en brazos, al final de la cinta, le viene a la memoria otro personaje de Nicholson: el escritor lunático que, en El resplandor, de Kubrick, muere persiguiendo a su hijo en un laberinto de árboles y hielo.

El capitán de
El labertinto del fauno sufre a manos de una sirvienta --interpretada por Maribel Verdú-- una herida en el rostro que le prolonga la boca sobre la mejilla izquierda, abriéndole con ello una sonrisa grotesca de reptil que él mismo cose posteriormente: hilo y aguja en carne viva, y un vaso de aguardiente para cauterizar.

En un artículo de
El Dominical de El Comercio, el crítico Ricardo Bedoya ha mencionado que, en ese pasaje, la cinta encierra una referencia a El hombre que ríe, la película muda que el cineasta alemán Paul Leni, en 1928, basara en una novela homónima de Victor Hugo.

Por supuesto, que la secuencia de
Del Toro/López en El laberinto del fauno sea una referencia al Joker de Burton/Nicholson y que sea un homenaje al hombre que ríe de Hugo/Leni no son dos ideas contrapuestas ni mucho menos irreconciliables.

El Joker original de los cómics de Batman estaba ya obviamente inspirado en el protagonista de la película de
Paul Leni. El Joker reinventado por el escritor Alan Moore y el dibujante Brian Bolland en 1988, para una novela gráfica de DC Comics --"Batman: The Killing Joke"-- volvió a la misma fuente de inspiración, según confesión expresa del dibujante. (Esto fue un año antes del estreno de Batman, la película de Tim Burton con Nicholson como el Joker). Y, por último, en el año 2005, Ed Brubaker y Doug Mahnke produjeron una secuela de ese cómic, titulada "Batman: The Man Who Laughs".

Más que la secuencia, lo interesante es la génesis del personaje, es decir, su lenta transformación y la ironía con que
Guillermo del Toro lo retoma. En la novela de Victor Hugo y en la cinta de Paul Leni, el personaje de Gwynplaine (así se llama el futuro Guasón) es una víctima de la opresiva autoridad estatal, mientras que su retoño español en la cinta de Del Toro es la encarnación misma de la dictadura fascista.

En Hugo y Leni, Gwynplaine es hijo de un activo enemigo de la monarquía; su padre ha sido torturado y ejecutado por orden del rey, y al niño se le ha obligado a ver la ejecución pero se le ha perdonado la vida. Luego, también por mandato real, se le ha recortado a cuchilladas una forzosa sonrisa en el rostro, para que aprenda el costo de la felicidad en un mundo asfixiado por un poder omnímodo. Con los años, criado por una turba gitana, el niño, ya adulto, se ha convertido en un payaso de circo.

En los cómics de Moore/Bolland y Brubaker/Mahnke, el Joker es un comediante mediocre a quien la pobreza extrema y el inminente nacimiento de su hijo fuerzan a iniciar una vida en el crimen, una vida corta, en principio, pues en su primer atraco es emboscado por Batman y se ve forzado a saltar a una piscina con reactivos químicos que le desfiguran el rostro. Todo ello ocurre apenas minutos después de que el pobre sujeto ha descubierto la muerte de su esposa y, por tanto, la de su hijo nonato. Su locura en adelante será criminal, pero tendrá siempre ese componente trágico: en su origen, es una respuesta alienada y corrupta contra un mundo alienado y corrupto.

Es claro que, a pesar de que el capitán falangista de El laberinto del fauno es básicamente una representación del mal en su estado más puro, el personaje es también un producto del mal que lo rodea: la tradición militarista expresada en el reloj heredado del padre, por ejemplo. El brillante pasaje en que el hombre intenta cortar el cuello a su reflejo sobre el espejo es un indicio claro de que incluso él mismo se reconoce como alguien que debe ser eliminado.

La escena en que el personaje de
Maribel Verdú, con una daga pequeña, corta la mejilla del capitán y le abre hacia un lado del rostro la sonrisa monstruosa, es un complejo homenaje de Del Toro: no es una cita formal, simplemente, sino una referencia a la tradición del Joker y Gwynplaine: si en Leni y Victor Hugo es el tirano quien fuerza esa sonrisa sobre la cara del débil y el sojuzgado (el niño), en Del Toro es la mujer, la sirvienta, la embozada resistente, quien devuelve la herida al opresor, es ella quien convierte al tirano en payaso, y será ella misma, luego, quien salvará al hijo del capitán del destino de convertirse en alguien como su padre.

Y en ese pequeño triunfo silencioso, el bien (después de todo,
El laberinto del fauno también es un melodrama) es quien ríe al último.

Posdata: una escena (cuatro minutos veinte segundos) de la pelicula de Leni, The Man Who Laughs:



Imágenes: arriba de izquierda a derecha: Mary Philbin y Conrad Veidt en The Man Who Laughs; el afiche de esa misma película; Jack Nicholson como el Joker en el Batman de Burton; el futuro Joker de Christopher Nolan, basado en una novela gráfica de Frank Miller; Batman: The Man Who Laughs, de Brubaker y Mahnke; Batman: The Killing Joke, de Moore y Bolland. Abajo: Sergi López como el capitán fascista en El laberinto del fauno, de Guillermo del Toro.

Guernica en animación

Video de Marcelo Ricardo Ortiz para la Vancouver Film School



Una de las obras de arte que más me han impresionado al tenerlas cara a cara ha sido el Guernica, de Picasso. Quizá un factor personal fuera que, cuando lo vi, estaba en ebullición mi (por entonces) nuevo gusto por el cómic, medio con el cual el Guernica comparte mucho.

Por esas cosas de la vida, parece que tengo dos amigos expertos en ese cuadro. Ellos son mi colega de Bowdoin, la española Elena Cueto, y mi pata de siempre Pedro Pérez del Solar, cuyo artículo "Amansar al Guernica (o el Guernica en España, su manipulación y lo que el cómic tiene que decir sobre eso)" apareció en el número 3 de Dissidences.

Digamos entonces que para ellos va este video hecho en la Vancouver Film School por Marcelo Ricardo Ortiz, con la producción y diseño de sonido de Omar Hashim... Es una excelente fantasía visual que recoge elementos del Guernica, descontextualizados, y los introduce en otras obras de arte fácilmente reconocibles: Van Gogh, Dali, Ernst, Escher.

Por cierto, a mí me llegó este video gracias al constante y amable entusiasmo de uno de mis mejores proveedores de rarezas, el escritor José B. Adolph.

25.5.07

Novedades de McCartney

Video de Dance Tonight como preview de Memory Almost Full



Noventa grados Farenheit en Brunswick y, por lo tanto, día de playa: voy saliendo. Antes de irme, quiero dejarles como adelanto del nuevo disco de Paul McCartney (titulado Memory Almost Full, y que sale a la venta el 5 de junio) el video de la canción Dance Tonight.

El director del video es el francés Michel Gondry (el de los videos de
Bjork y las películas The Science of Sleep y Eternal Sunshine of the Spotless Mind). Si miran con atención verán que el primer fantasma en salir de la caja de la mandolina es la actriz israelí Natalie Portman.

Memory Almost Full marca un hito en la evolución del mercado musical: con este disco, McCartney es el primer gran músico mainstream en abandonar contrato con cualquier gran disquera tradicional: su disco será lanzado por canales heterodoxos a través de un sello nuevo perteneciente a Starbuck´s Cafe, y las canciones del disco serán la única música que se escuche el 5 de junio en los millones de locales de Starbuck´s en todo el planeta (lo que quizá incluya también el Óvalo Gutiérrez).

Además, el disco puede ser preordenado en iTunes, junto con (por primera vez) todos los discos y canciones del catálogo de Macca.

Quienes han escuchado el disco dicen que es tan bueno o mejor que el anterior,
Chaos and Creation in the Backyard, que muchos consideraron el mejor disco como solista del ex Beatle, y donde venía, entre otras, la bellísima canción Jenny Wren, cuyo video pueden ver aquí a continuación:



La empresa de
McCartney, que estrenó el video de Dance Tonight en YouTube, ha colocado allí otro par de cosas: una pequeña entrevista sobre el disco y un fragmento de la canción Nod Your Head. Además, existen ya (pésimos) videos hechos por fans con el audio de la canción Ever Present Past, que será el primer single en Estados Unidos.

24.5.07

Littel sobre Cho Seung-hui

Versión en español del debatido artículo del escritor franco-americano

A través del blog de Iván Thays, que a su vez cita como fuente el de Patricia de Souza, llego al artículo del novelista franco-americano Jonathan Littell sobre Cho Seung-hui, el muchacho coreano que el mes pasado asesinara a treinta y dos personas en el campus de Virginia Tech.

En su post El asesino escritor, Iván se refiere a lo escrito por Littell como "polémico" y "difícil de digerir". A su vez, Patricia de Souza, en el texto titulado Sendero Luminoso, acusa a Littell de cínico y de haber hecho "una apología de las virtudes artísticas" del asesino de Virginia Tech a partir de la lectura de las dos obras teatrales de Cho Seung-hui que circulan en internet (y que yo mismo enlacé semanas atrás, como pueden ver aquí).

Yo tengo que diferir con Iván y con Patricia. El texto de Littell --titulado Cho Seung-hui, ou l´ecriture du cauchemar-- no ensaya ninguna defensa de las "virtudes artísticas" de Cho Seung-hui. Más bien, dice explícitamente que el asesino de Virginia Tech carecía de talento creativo. De hecho, Littell describe las piezas teatrales de Cho Seung-hui como "torpes y juveniles".

Lo que sí afirma (y ese es el centro argumental de su artículo) es que esas piezas eran la expresión veraz de un mundo interior adelescente, desgarrado, opresivo, oprimido y torturado, y parece preguntarse qué hubiera sucedido si sus compañeros de clase y sus profesores de escritura creativa hubieran atendido compasivamente al contenido de esos textos en lugar de espantarse de ellos, censurarlos o intentar reprimir a su autor. Ciertamente, Littell no responde a esa compleja interrogante.

En su comentario, Patricia de Souza anota lo siguiente (presten atención, sobre todo, a la pregunta final:
"Hay una categoría que el lenguaje no expresa, y es ¿cómo se puede ser indiferente al dolor del otro? Hay posturas cínicas, la más reciente es la de Jonathan Littell haciendo una apología de las virtudes artísticas del asesino en serie de la universidad en Estados Unidos. ¿Se puede hablar de un psicópata como si fuese un artista?"
Yo tengo la impresión de que Littell no es nada cínico; incluso, creo que es de los pocos que han hecho el esfuerzo (fácilmente malentendible) de intentar ser empático no sólo con las víctimas sino también con el victimario: no ser empático con él en su rol homicida, sino en el proceso que vivió para llegar a él.

Littell construye un argumento que puede ser, como dice Iván, "difícil de digerir", pero que no es nada extraño en muchas concepciones del arte: parece referirse a la creación artística como un intento reconciliatorio con el mundo, incluso cuando la obra no hace otra cosa que verbalizar el desencuentro. Acaso detrás de las palabras de Littell se esconde una noción terapéutica del arte, no poco freudiana: la del artista como un ser que ritualiza y normaliza sus instintos más potencialmente perversos, precisamente, al transformarlos en formas socialmente aceptadas de violencia, es decir, en arte.

En los días posteriores a la masacre de Virginia Tech, uno podía fácilmente clasificar al público americano en dos grupos: aquellos que decían que las obras de teatro de Cho Seung-hui habían sido un aviso evidente de la desgracia venidera, y que su autor debía haber sido confinado a un manicomio desde que las escribió, y aquellos que, como yo, respondían: ¿entonces por qué no encerramos también a Quentin Tarantino o a Robert Rodríguez?: es evidente que la más aterradora y desbordada violencia, en una obra de arte, no es síntoma de que su autor sea un sociópata, un psicópata, un futuro criminal. Y no tengo muy claro por qué, si alguien tiene mucho talento para expresar esa violencia, es un verdadero "artista", y, si no lo tiene, es un simple "psicópata".

Claro, el día en que Tarantino asesine a alguien, aparecerán miles de observadores diciendo: yo lo advertí, this was an accident waiting to happen. El hecho es que, si concordamos en que la ausencia o la presencia de talento no son el rasgo clave para diferenciar a un psicópata de un artista (es cierto lo que observa Littell: Cho Seung-hui era menos malo que varios escritores publicados) y aceptamos también algo más evidente: que "psicópata" y "artista" no son categorías opuestas, tendremos que aceptar una cosa más: que casos como el de Cho Seung-hui nos permiten ver la naturaleza largamente arbitraria de esa frontera que desde siempre nos esforzamos en trazar: la línea borrosa entre la cordura y la locura. Es más, lo que el caso nos permite ver es que a veces la línea se traza en los hechos, y no en la mente de las personas: en cierta forma, un día antes de la matanza, Cho Seung-hui no era otra cosa que un mal escritor con enormes defectos de socialización; un día después, en cambio, era indiscutiblemente el cadáver de un psicópata.

Ahora sí: mi amigo Félix Reátegui me ha hecho llegar una rápida traducción al español, hecha por él mismo, del artículo de Littell en Le Monde, así que lo coloco a continuación para que juzguen por ustedes mismos.

Cho Seung-hui, o la escritura de la pesadilla
Por Jonathan Littell, Le Monde
(Traducción de Félix Reátegui)

Antes de liquidar con frialdad a 32 personas y de volver su arma contra su rostro, Cho Seung-hui, el asesino de Virginia Tech, escribía, según nos enteramos, piezas de teatro; gracias al comedimiento de uno de sus ex condiscípulos, dos de ellas se encuentran ahora disponibles en Internet.

Leyéndolas, nadie podrá decir que Cho Seung-hui poseía talento. Sin embargo, estas breves piezas, torpes y juveniles, nos dicen crudamente la verdad de una rabia sin fondo mejor que como lo hacen numerosas obras publicadas. Y si aceptamos hacer nuestra la definición de la literatura que propone Georges Bataille, aquella que habla de textos a los cuales “sensiblemente su autor ha sido constreñido”,[1] entonces, de un cierto modo, debemos reconocer que aquí hay literatura, una forma de literatura: algo que se dice.

Lo que me impresiona son las reacciones inmediatas de sus compañeros de clase. Uno de ellos escribe en la red que las piezas de Cho Seung-hui “parece surgidas de una pesadilla” y que al leerlas los estudiantes de preguntaban entre ellos si él se convertiría en otro asesino escolar. “Cuando los estudiantes criticaban su pieza en clase, escogíamos nuestras palabras cuidadosamente ante la posibilidad de que él hubiera decidido estallar”. Habría mucho que decir sobre la visión del mundo transmitida por esa palabra: “decidido”. No solamente los estudiantes se hallaban atemorizados por los textos de Cho Seung-hui: su profesora de escritura[2], una poeta conocida, lo había expulsado de su clase, “intimidada” por sus poemas “obscenos y violentos” y por sus modales. La directora del departamento de inglés de la universidad resultó tan perturbada al leer sus piezas de teatro que las remitió a sus superiores y a la policía, quienes respondieron, para su desesperanza, que ellos “no podían hacer nada al respecto”.

Ahora bien, con esos medios insignificantes y desmañados Cho Seung-hui decía mucho en esas páginas: el terror abyecto del adolescente de contornos imprecisos, terror que asalta todo el cuerpo, que regresa como mierda, vejez, obesidad y obsesión con la sodomía; que aparece figurado bajo la forma del mazacote que atraganta (una barra de cereales de plátano embutida en la boca del suegro aborrecido, bella metáfora); como la prohibición impuesta al juego (tres fugitivos, menores de edad, se encuentran en un casino del que serán echados después de haber ganado); como una madre pasiva y violada; como la angustia del incesto (claramente presentado aquí como el fantasma que devasta al adolescente, el cual busca por todos los medios provocar el gesto asesino que lo matará). Todo esto ya es bastante, incluso si es poco bajo otro contexto, y aun si tiene que ver tanto con la psicopatología que con la literatura: esto comienza a hablar, precisamente eso que Cho Seung-hui no sabía hacer (“Sólo respondía con una palabra”; “jamás intentaba sostener una conversación”; "no creo haber oído nunca su voz”). Y sin embargo, nadie, ni sus compañeros ni sus profesores, acepta ver que aquí hay textos: para ellos, sólo hay amenaza, un grito que limita con lo inarticulado.

Paso a la acción

Lo dicen de modo explícito: desde que lo leyeron, supieron (sospecharon) que se trataba de un asesino (potencial). A nadie se le ocurre que él pueda haberse convertido en asesino porque nadie lo supo leer. No podemos especular, con tan pocos elementos, sobre aquello que habitaba en (o mejor: “a”) Cho Seung-hui, sobre aquello que vino a interponerse como una pantalla entre él y el mundo. Pero me parece importante lo siguiente: antes de comprar armas, Cho Seung-hui hizo el intento de escribir, de poner en escena, ante sus pares, los elementos de su confusión.

Se ha juzgado ―siempre se juzga― que esta tentativa tenía más que ver con la psiquiatría, e incluso con la policía, que con la literatura ―la cual, sin embargo, desde que existe, no hace otra cosa que decir aquello que no puede ser dicho de otro modo. Sólo cuando la literatura le fue negada,[3] Cho Seung-hui pasó a la acción.

Y cuando se puso a matar, lo hizo en silencio.


[1] O “forzado”, “obligado”.

[2] Supongo que en el sentido de escritura creativa antes que de redacción

[3] Aquí hay algo entre paréntesis que no llego a descifrar.

23.5.07

La toma larga

Una recomendación: Daily Film Dose



Alan Bacchus
es un crítico cinematográfico canadiense y un director que sigue a la espera del éxito. Pero Bacchus es también el administrador de uno de los blogs de cine más divertidos que uno pueda encontrar en la blogósfera.

El blog se llama Daily Film Dose. Se renueva diariamente con comentarios, reseñas y observaciones sobre cintas viejas y nuevas. En medio de toda esa oferta, les recomiendo que le den una buena mirada al post del 4 de mayo último, The Long Take.

Es una extraordinaria antología de "long tracking shots", es decir, de largas escenas filmadas en una sola toma móvil, desde la clásica apertura de Tocuh of Evil, de Orson Welles, hasta dos pasajes de películas del genial Bela Tarr: son veintisiete fragmentos de cintas (y más de 300 comments de lectores que tampoco carecen de interés).

Si quieren un ejemplo de las maravillas que verán en el post de Bacchus, denle una mirada a las imágenes con las que abrí este post: provienen de Satantango, la legendaria cinta de Tarr, de siete horas y media de duración (la película, claro; no este fragmento, que dura apenas un minuto y medio).

22.5.07

Violencia & Quimera

Hace unos meses me pidieron un artículo para la revista española Quimera sobre la narrativa peruana referida a las décadas recientes de violencia política. Dos días atrás recibí por correo desde Barcelona algunos ejemplares del número 281 de Quimera, del pasado mes de abril, donde apareció mi artículo.

En mi generación,
Quimera era acaso la única revista literaria extranjera que uno podía encontrar fácilmente en librerías. Siempre llegaba tarde, eso sí: no solo meses sino incluso años tarde, y uno tenía por ello la sensación de que Quimera se imprimía en el pasado y que sus números eran piezas de anticuario desde el momento en que salían del taller.

El número 281 trae, entre muchísimas otras cosas, una entrevista de Juan Villoro a Enrique Vila-Matas; un dossier titulado Escrituras del genocidio, que aborda el tema a través de siete ensayos de diversos autores acerca de la ex Yugoslavia, la América colonial, el Holocausto, el genocidio armenio a manos de los turcos, etc. Hay también ensayos sobre Nicanor Parra, Philip Roth, la historiografía del exilio republicano español, etc.

Como les decía, pasé la adolescencia leyendo Quimera, así que publicar en ella ahora es una emoción particular. Y también lo es comprobar que ahora el jefe de redacción de la revista es un periodista y escritor peruano, Jaime Rodríguez Z. Les copio a continuación el artículo mío aparecido allí.

La otra guerra del fin del mundo
La narrativa peruana y los años de la violencia política

Gustavo Faverón Patriau

La enorme visibilidad de dos novelas peruanas recientes —La hora azul, de Alonso Cueto; Abril rojo, de Santiago Roncagliolo—, debida entre otras cosas a los premios recibidos por cada una —el Herralde 2005, la primera; el Alfaguara 2006, la segunda— ha generado entre el público lector la sensación de que el tema de la guerra interna en el Perú, la subversión de Sendero Luminoso, la violenta represión estatal de los gobiernos de Fernando Belaunde, Alan García y Alberto Fujmori, se ha transformado en un asunto literario central recién en los últimos años, una vez terminado el periodo que los peruanos conocen como “los años de la violencia”, que se inició en 1980 hasta cubrir la década y media siguiente.

Esa es una percepción errónea. La llamada “literatura de la violencia” peruana se inauguró, casi como una profecía de los años por venir, en 1974, con dos cuentos escritos por Hildebrando Pérez Huarancca y Miguel Gutiérrez, autores de la izquierda extrema, testigos del periodo formativo del llamado Partido Comunista Peruano-Sendero Luminoso, que Abimael Guzmán llevó desde los claustros de la Universidad de Huamanga, en Ayacucho, a una guerra de crueldad inverosímil en todo el país. Entre esos dos cuentos —“La oración de la tarde”, de Pérez Huarancca; “Una vida completamente ordinaria”, de Gutiérrez— y la notable novela Lost City Radio, de Daniel Alarcón (2007), se extiende un tercio de siglo durante el cual los narradores peruanos no han dejado de aproximarse al tema, sitiándolo con la insistencia de una milicia que lucha con palabras una guerra definitiva.

El inicio

En 1974, Hildebrando Pérez Huarancca, un profesor universitario nacido en la paupérrima comunidad de Espite, en el interior de Ayacucho —Andes centrales del Perú—, y conocido entonces por el contraste entre la rotundidad de sus ideas y el aire pacífico de su persona, dio a la imprenta su primer libro de cuentos, que sería, a la postre, el único. El título del volumen es Los ilegítimos. El castellano de sus relatos es nervioso, corcoveante, colmado de palabras quechuas. Parece la reducción amarga de la lengua de José María Arguedas. Las historias que recoge tienen que ver con pequeños pueblos serranos marginados del circuito nacional, semienterrados por la miseria: villorrios habitados por ancianos cuyos hijos han partido a buscarse la vida en ciudades más esperanzadas, o menos deprimidas.

A pesar de que Pérez Huarancca formaba parte de un colectivo de escritores de izquierda —el Grupo Narración— que venía recibiendo desde tiempo atrás una relativa atención crítica, y de que Los ilegítimos obtuvo un premio literario el año de su aparición, lo cierto es que fue un libro apenas percibido desde el establishment. Hoy, pasadas tres décadas, el lector que encuentra esos relatos se pregunta cuánto más evidentes tendrían que haber sido para que alguien los descifrara a tiempo: en “La oración de la tarde”, acaso el mejor cuento del libro, los viejecitos moradores del pueblo serrano son acosados por un puma que mata a sus animales, y no encuentran modo más efectivo para acabar con él que prender fuego a toda la planicie que circunda la aldea: maniatados por la ancianidad y la miseria que los hacen inútiles para defenderse de otra forma, deciden quemar el campo para matar al puma, aunque las llamas amenacen con consumir también cualquier otra cosa que les salga al paso. Quizá, incluso, a ellos mismos.

Esta es otra buena manera de resumir ese argumento: en su afán de eliminar la causa de una injusticia omnívora, el pueblo decide incendiar la pradera, arrasar la realidad para luego refundarla. “Incendiar la pradera”, claro, es una frase que hoy muchos peruanos reconocen de inmediato: acaso el más célebre lema maoísta; y en el Perú, en una medida inmensa, proporcional al trauma de la guerra, maoísmo significa senderismo. En retrospectiva, pues, “incendiar la pradera” no resulta una noción impropia como semisecreto basamento para un cuento de Pérez Huarancca, quien, a principios de los ochentas, apenas seis años después de publicado su libro, habría de dirigir uno de los brazos armados de Sendero Luminoso en las alturas ayacuchanas, y habría de liderar la masacre de Lucanamarca, donde su tropa asesinó brutalmente a sesenta y nueve campesinos.

Cuando Hildebrando Pérez Huarancca publicaba “La oración de la tarde”, también en 1974, otro miembro del Grupo Narración, Miguel Gutiérrez —autor clave en la generación del setenta, crecida en el eclipse que dejaba en su órbita la fama de Mario Vargas Llosa— escribía “Una vida completamente ordinaria”. El relato es otro de los hitos formativos en la tradición literaria de la violencia. Es la historia de dos viejos amigos, activistas extremos, de partido y de sindicato, que se reencuentran luego de años en casa de uno. El anfitrión ha renunciado a la lucha política, mientras que el visitante se ha radicalizado. Cuando conversan, el recién llegado deja una pistola sobre la mesa y el otro la mira con intriga, distancia y temor: entonces notamos que, en verdad, el dueño de casa ha renunciado al activismo porque otros, como su amigo, se han hecho extremistas y están pasando a la clandestinidad y a la rebelión armada.

El cuento cifra una disyuntiva hacia la cual los militantes de izquierda, a mediados de los setenta, se iban precipitando cada vez con mayor pendencia: tras la larga prédica de la revolución, se volvía inminente el instante de decidir si se pasaba a la lucha desembozada y a la quizás irremisible ilegalidad. Gutiérrez, que en años siguientes tendría una relación que muchos juzgan ambigua con el senderismo —y a cuya familia la guerra interna habría de afectar trágicamente—, pero que jamás abrazaría la acción violentista él mismo, dramatizaba en su cuento los inicios de esa doble opción. 1974 quedaba así como el año fundacional, y la renuncia al activismo del protagonista de “Una vida completamente ordinaria” se convertiría en la seña opuesta de la decisión sangrienta que queda simbolizada en el incendio campesino de Pérez Huarancca en “La oración de la tarde”. Las primeras narraciones que se aproximaron al asunto de la violencia política, entonces, fueron escritas desde dentro de la izquierda radical y en mucho tienen que ver con el cisma anterior al sismo (1).

Relatos (en) clave

El relato breve, que inauguró el discurso narrativo sobre los años de la violencia, ha sido también su medio más frecuente. Una vez iniciadas tanto la acción terrorista como la indiscriminada respuesta estatal, tan pronto como en 1982, hay ya un cuento que pone en escena la sensación claustrofóbica de la guerra y el terror paranoide de enfrentar no sólo a un enemigo invisible, sino a un enemigo incierto, tan incierto como la identidad de los propios amigos: “El departamento”, de Fernando Ampuero —la historia de un universitario limeño acusado de subversión y torturado hasta el colapso y la muerte, todo contado en clave de misterio urbano—, tiene el mérito extraño de haber precedido en el tiempo a los relatos que informan de un desconcierto similar en la sierra peruana, que había sido el primer escenario del conflicto y era, sin la menor duda, la zona del Perú más herida por la violencia.

El punto nodal de la narración de Ampuero es la noción de culpa: el protagonista, mientras es torturado, pasa de saberse inocente a sospecharse culpable, y con ese giro el lector entiende que el terror del conflicto es omnipresente y que su violencia borra las fronteras entre el bien y el mal tanto como la guerra sucia esfumina los límites entre legalidad e ilegalidad. No en vano el tema de la culpa reaparece como columna vertebral en muchos autores —incluyendo a algunos mucho menores, como Jorge Eduardo Benavides, en los cuentos de La noche de Morgana (2005) y en su novela El año que rompí contigo (2003)—. Y muchas veces el asunto se reformula en una variante repetida: los narradores de izquierda de las generaciones mayores han escrito, sobre todo, acerca de la culpa de haber formado a sus hijos en la idea de la revolución y haber tomado luego la posición de espectadores del conflicto, una vez que este se materializó cobrando una forma excesiva y monstruosa que se les escapaba de las manos.

Esa línea une relatos tan disímiles como “Por la puerta del viento” (1998), del cusqueño Enrique Rosas Paravicino, y “El padre del tigre” (1993), del ancashino Carlos Eduardo Zavaleta. En ambos, un anciano izquierdista se ve obligado a reevaluar la herencia ideológica que él mismo ha sembrado en su hijo (adoptivo en el primer caso, carnal en el otro), y que ha conducido al joven a pelear una lucha de la cual el anciano ya no está convencido. Oswaldo Reynoso, quien, como Zavaleta, publicó lo mejor de su obra durante los años sesenta, y que también formó parte del Grupo Narración, como Gutiérrez y Pérez Huarancca, se ha aproximado por otra vía a una encrucijada paralela: su célebre cuento “El mural” contrapone las figuras de una banda callejera de niños y adolescentes con la de un viejo pintor que los observa y estudia desde la distante ventana de su edificio. Se comprende luego que los adolescentes no son ni vagos ni vendedores ambulantes, sino senderistas que preparan un atentado. El narrador se identifica con ellos hasta el punto de sugerir que si tan solo fuera un poco más joven se sumaría a su causa. (Publicado el 2002, “El mural” es un cuento escrito años antes).

Sería un error suponer que el origen político de los escritores que han tratado el tema de los años de la violencia se halla siempre tan a la izquierda. De hecho, Ampuero, uno de sus autores inaugurales, es percibido como escritor de cabecera de la alta burguesía limeña. Pero si uno censa los nombres de los escritores que han recurrido en hacer suyo el asunto en sus ficciones, descubrirá que la nómina sí incluye una gran cantidad de izquierdistas, pero de muy distintos matices. En ella está un postmariateguista heterodoxo como Dante Castro —Otorongo (1986), Parte de combate (1991), Tierra de pishtacos (1993)—, quien dota a la marginación social de un halo andino mítico y describe la guerra como eslabón de una secuencia interminable de causalidades violentas, al estilo de otro ex miembro del Grupo Narración, Antonio Gálvez Ronceros, que propone algo similar en Historias para reunir a los hombres (1988).

Está también un izquierdista moderado y acaso más desencantado, como Luis Nieto Degregori, autor que ficcionalizó el caso de Pérez Huarancca (del que fue testigo en Huamanga) en un cuento notable —“Vísperas”—, y que además ha creado dos de las novelas breves más significativas de esta tradición: Harta cerveza y harta bala (1987) y La joven que subió al cielo (1988), narraciones en las que el elemento vertebral es el afán de comprensión psicológica de los mecanismos que conducen a la asunción de la violencia como recurso final, tanto en el lado subversivo como en el represivo.

No son pocos los autores a quienes cabría llamar socialistas de preocupación antropológica y acaso postindigenista. Uno de ellos es Óscar Colchado Lucio, autor de cuentos y novelas en los que la violencia es cifrada como valor mítico, localizada paralelamente en la historia de la sojuzgación y la rebeldía indígena —“Cordillera negra” (1985), “Hacia el Janaq Pacha” (1988)— y en la mitología de la venganza y la reivindicación del pueblo y de la tierra —“La casa del cerro El Pino” (2002)—. En estos casos, sin embargo, Colchado cae en la tentación de describir el senderismo como un movimiento indigenista o de reparación andina, cuando el caso es que el maoísmo de Sendero Luminoso despreció la mentalidad tradicional de los Andes cual si fuera algo así como el gen dominante del atraso secular de la sierra peruana. Ese error lo salva Colchado en su novela Rosa Cuchillo (1997)—otro centro del corpus de la violencia—, donde la visión mítica andina es contrapuesta simultáneamente a la mirada criolla del Estado y a la nueva represión violentista de Sendero Luminoso.

Los escritores de la izquierda tradicional que recurren a la recreación del imaginario andino y, muchas veces, como Colchado, al paralelismo temporal, para dejar ver la continuidad entre lo colonial y lo postcolonial, son muchos más, y entre ellos destacan nítidamente Félix Huamán Cabrera —Candela quema luceros (1989), En las espigas de junio (2002)—, Juan Alberto Osorio —El hijo mayor (1995)— y Julián Pérez —Retablo (2003)—. Pero quizás las recreaciones más ricas del Ande violentado sean aquellas que, desde una suerte de realismo abrupto, intuitivamente acosado y paranoide, han entregado retratos de la guerra que convierten su centro real —la tierra de nadie, las villas andinas arrasadas por soldados y terroristas— en simultáneo centro imaginario y observatorio, para narrar la historia reinstituyendo vicariamente la posición de la víctima atrapada entre la subversión y la reacción militar y policial. Esas ficciones se han apoyado en una mirada naturalista antes que en una mítica, y eso las hace acaso más descarnadas, temibles, físicamente perturbadoras. En tal línea se encuentran los relatos de Alfredo Pita —Y de pronto anochece (1987)—, Mario Guevara Paredes —El desaparecido (1988)—, la recientemente fallecida Pilar Dughi —La premeditación y el azar (1989)—, las novelas de Víctor Andrés Ponce —Los sueños quebrados (1995), De amor y de guerra (2004)—, los cuentos de José de Piérola —En el vientre de la noche (1999)—, Zein Zorrilla —Siete rosas de hierro (2003)— y Carlos Thorne —En las fauces de las fieras (2004)—, entre muchos otros.

Grandes batallas y grandes reconciliaciones

Como quien demuestra que la historia literaria, como una narración de experimento, está hecha ella misma de excepciones, flashbacks y saltos prolépticos, la novela que mejor parece fundir la aspiración antropológica, la elucidación postindigenista, la crueldad del realismo y el convencimiento trágico de que la denuncia social hay que hacerla aunque parezca inservible, es anterior cronológicamente a casi todas las mencionadas hasta ahora. Se trata de Adiós, Ayacucho, de Julio Ortega (1986), un texto tan complejo que a los rasgos anteriores hay que añadirles aun el espíritu carnavalesco, el hálito de parodia dirigido en contra del discurso académico (siendo además Ortega uno de los críticos más reputados del Perú) y el hecho de haber instalado por primera vez el tema de la guerra subversiva, la represión estatal y la resistencia popular en el ámbito del humor negro, terreno en el que únicamente lo han seguido tres narradores: Nilo Espinoza Haro con el cuento “¿En la calle Espaderos?” (1987), Fernando Iwasaki con “Rock in the Andes” (1991) y Rodolfo Hinostroza, el épico poeta de los sesenta, con la novela corta El muro de Berlín (2000).

La novela de Ortega, además, trasladaba el debate político interno del Perú oficial a las letras: uno de los rasgos repetidos del relato es el enjuiciamiento a la incapacidad del gobierno de Fernando Belaunde (1980-1985) de descifrar el problema secular detrás del estallido coyuntural de Sendero Luminoso. Una mención iterativa en el texto es la del caso Uchuraccay, el caserío ayacuchano donde, en 1983, decenas de campesinos asesinaron a un grupo de periodistas, muchos de ellos de medios limeños. Belaunde nombró una comisión investigadora, presidida por Mario Vargas Llosa, y este grupo evaluó el caso como una confusión instigada por las fuerzas policiales pero propiciada por la radical incomunicabilidad entre los campesinos quechuas y los periodistas occidentales. Adiós, Ayacucho condena ese diagnóstico como una muestra de la utilización del discurso intelectual como instrumento de dominación del Estado, en vista de que el veredicto de Vargas Llosa y sus comisionados eximía de responsabilidad objetiva a las fuerzas del orden (que en verdad sí habían aconsejado a los campesinos atacar a cualquiera que llegara por tierra a su comunidad).

Vargas Llosa, de hecho, ingresó en la tradición de los años de la violencia con una pequeña novela policial que es la fábula cifrada de su ejecutoria en la Comisión Uchuraccay: ¿Quién mató a Palomino Molero? (1986) cuenta la historia de un crimen, las condiciones paupérrimas en que la ley peruana trata de despejar su incógnita y cómo la revelación del veredicto es asumida por la opinión pública como una oscura maniobra destinada a proteger poderes mayores. La coincidencia de fechas entre la novela de Ortega y la de Vargas Llosa hace transparente la conversión de la ficción, ya hacia mediados de los ochenta, en el tablero de negociaciones del asunto de la violencia política. Más claro aun sería esto cuando, en 1992, Vargas Llosa publicara una de las raras ficciones suyas en que ingresa directamente al tema de la zona de contacto cultural de lo andino y lo criollo —Lituma en los Andes—, y lo hace, además, en términos que parecen recoger el guante de la nouvelle de Ortega: la reelaboración mítica, el conflicto de discursos, la relativa validez de la traductibilidad. En la visión de Vargas Llosa, sin embargo, será la remanencia de una mentalidad arcaica, acaso primitiva, sumada a la incapacidad de modulación ideológica del Estado, el origen de la subversión senderista: una manifestación más de la crueldad intrínseca a la irracionalidad de las culturas mantenidas en los extramuros de la civilización.

Hay en esta tradición más de un escritor a quien sería válido caracterizar como progresista (o liberal, según el menos estricto uso anglosajón). Allí, el autor nuclear es muy joven, el último gran arribo de las letras peruanas, y sui generis, además, porque su obra está escrita originalmente en inglés. Es Daniel Alarcón, limeño bilingüe, de crianza repartida entre Alabama y Nueva York, autor de un libro de cuentos, War by Candlelight (dos veces traducido al español como Guerra en la penumbra y Guerra a la luz de las velas), y de una novela, Lost City Radio (que aparecerá en castellano a mediados de año, como Radio Ausencia).

Los cuentos de Alarcón ofrecen una refundición idiosincrásica: están hechos de investigación propia, memoria ajena y literatura, y las tres cosas se tienden como puentes transculturales: Alarcón recrea escenarios limeños de los que sabe por tradición familiar y con los que ha tenido contacto durante su trabajo de campo en el Perú; sobre ello convergen un saber de la guerra que es mediado —no vivido, sino leído y escuchado—, y una inclinación pasional hacia la tradición inglesa de la literatura político-apocalíptica, al estilo de Orwell. La novela Lost City Radio ya no menciona explícitamente al Perú, pero sigue construida con el mismo barro inicial: trata de cierto país latinoamericano que vive el comienzo de una postguerra, entre el fantasma de sus desaparecidos y la duermevela de su consciencia política, y en el que se propicia la consolidación de un estado autoritario, el colapso de la voluntad popular y, por cierto, un errático replanteamiento de las relaciones interpersonales e intrafamiliares (otro tema medular en los libros sobre la guerra).

También es un progresista, a juzgar por la constancia crítica de sus declaraciones públicas, Santiago Roncagliolo, cuyo policial negro Abril rojo ha tenido, sin embargo, el paradójico mérito de visibilizar el tema de la violencia peruana en el mercado internacional sin que ese libro forme parte estrictamente de dicha tradición. Con la historia de ese descenso a los infiernos andinos de un fiscal torpe encargado de investigar un caso de asesinatos seriados, y con su decorado de colores indígenas y erráticas transculturaciones, Abril rojo marca, sí, una novedad en las letras peruanas: es la primera narración de largo aliento que toma a Ayacucho como escenario, el senderismo como sospecha, la guerra interna como marco y la violencia represiva como fantasma social, pero que descama esos elementos, los descongestiona y los torna motivos rituales —como suele hacer el thriller de inspiración cinematográfica con sus referencias, que muchas veces se vuelven sólo funcionales a la narración—, de modo que poco dice la novela sobre la violencia política del Perú y nada sobre su marco cultural.

En Abril rojo, subversión y reacción terminan reducidas a excusas, un par de elementos entre otros de una intriga que es, finalmente, de matriz individualista y de perspectiva ahistórica, como queda subrayado en la anacronía de las citas de Alan Moore y las referencias hollywoodescas. La novela de Roncagliolo, sin embargo, puede ser sintomática de una reconversión y acaso sea el punto de partida de una línea ficcional en la generación próxima: una suerte de desacralización del tema de la violencia política, su transformación ya no en punto de llegada de la ficción, sino es un punto de partida, que toma la crueldad del horror político como piedra de toque para fabulaciones más intimistas y personales.

Pero es muy probable que la línea más frecuentada hasta hoy (la evaluación hecha desde el seno de la izquierda radical y el postindigenismo) siga creciendo. Y hay, además, una nueva que inaugura acaso Alonso Cueto, escritor que —desde cierto conservadurismo político y con un espíritu de retrospectiva interior, preocupado por leer la historia de la violencia como historia privada, tal como lo hiciera años atrás en su Pálido cielo (1998)—, abre con la novela La hora azul (2005) lo que se anuncia como un periodo de elaboración de ficciones ideológicamente afines a la doctrina reconciliadora avanzada por el Informe final de la Comisión de la Verdad en agosto del 2003. Tanto en la novela de Cueto como en el Informe, las ideas medulares son la asunción de las culpas colectivas, la señalación pública de las responsabilidades individuales, el reconocimiento de los silencios, la reformulación de las relaciones intranacionales de modo que el centro del país —el Perú oficial— sea capaz de salvar la herida de la indolencia que señaló más que nunca, entre 1980 y mediados de los años noventa, el dramático abandono de los sectores más pobres y marginales de la sociedad. La hora azul, sin embargo, ha sido recibida por el fuego cruzado de quienes, por un lado, ven en ella la reafirmación de un afán paternalista burgués que entendería la reconciliación en términos de reunificación familiar y, en ese contexto, vería a los marginales como extraviados hijos ilegítimos a los que tarde o temprano habrá que reconocer, y quienes, desde la otra orilla, juzgan la novela como un sincero mea culpa de las clases medias y altas limeñas por su callada responsabilidad en el conflicto.

Si una cosa es cierta y palpable en esta historia, es que la literatura de los años de la violencia, iniciada con el vaticinio de Pérez Huarancca seis años antes de que estallara la primera bomba y se clavara la primera cuchillada, se prolonga todavía, reflexiona sobre sí misma, intenta aún descubrir en la ficción la posible racionalidad de lo que, en su momento, pareció el brote de irracionalidad más cruento y dislocado de la historia peruana. Quizá la contraposición de tantos impulsos enfrentados sea la mejor recreación de un conflicto que, en el fondo, no termina. Quizá la ubicuidad de las rencillas que hoy siguen enfrentando a los escritores de distintos bandos sea, en sí misma, en el papel pero también en la vida, la representación más cabal de la complejidad de ese conflicto.


(1) Pérez Huarancca es hoy dado por desaparecido, mientras Miguel Gutiérrez sigue peleando por quitarse el sambenito de prosenderista que le colocaron desde que, en 1988, en su libro La generación del cincuenta: un mundo dividido, afirmara que Abimael Guzmán era el pensador crucial de mediados del siglo veinte en el Perú.

Imágenes tomadas de internet. Las portadas de libros pertenecen a sus editoriales; el retrato de Reynoso es de la revista Caretas; el de Gutiérrez no consignaba crédito.