30.9.08

Respondiendo al profesor Huamán, 9

Sobre filiación y afiliación. Final

(Viene de aquí...)

Cito extensamente pasajes posteriores del ensayo del profesor Huamán. Dice:

“El estudio de Gustavo Faverón tiene como título «El principio de afiliación»* y utiliza un concepto propuesto por Edward Said... Faverón sostiene lo siguiente: «Las ficciones de los años de la violencia política en el Perú abundan en la noción de una filiación natural problemática, cuando no imposible; pero, en un giro que las distancia de Said, aquí la afiliación resulta, casi siempre, no la alternativa, sino la causa de la destrucción de las filiaciones naturales». ¿Qué significa «filiación natural problemática, cuando no imposible»? ¿Por qué afirmar que la afiliación que causa la «destrucción de las filiaciones naturales» constituye un giro que se aleja de Said? Tal vez, en el primer caso, no se ha entendido correctamente qué es una filiación y, en el segundo, se ha obviado que Said señala exactamente que las afiliaciones tienden a reemplazar a las filiaciones”.

Quiero responder a esas primeras preguntas, antes de que la acumulación de imprecisiones acabe por confundir al lector. La primera pregunta de mi colega es “¿qué significa “filiación natural problemática, cuando no imposible”? En la mayor parte de los cuentos recogidos en Toda la sangre, uno de los rasgos más recurrentes es la representación de familias atomizadas, de relaciones filiales destruidas como consecuencia de la guerra, y singularmente como consecuencia de la afiliación al senderismo de muchos de los protagonistas.

Eso ocurre, por ejemplo, en “Una vida completamente ordinaria”, de Miguel Gutiérrez, donde el personaje ha decidido que la opción de la clandestinidad supone la pérdida de la posibilidad de formar una familia. Sucede también en “Cirila”, de Carlos Thorne; en “El cazador”, de Pilar Dughi, donde la relación entre padre e hijo es cercenada por la forzosa inclusión de ambos en las filas de Sendero Luminoso; en “El padre del tigre”, de Carlos Eduardo Zavaleta y en “Por la puerta del viento”, de Enrique Rosas Paravicino, relatos, ambos, en los que un padre (natural en el primer caso, adoptivo en el segundo) enfrentan la posibilidad de cancelar el vínculo familiar con sus hijos debido a la opción violentista de ambos, es decir, debido a su afiliación a la subversión. Con diferencias ideológicas evidentes, el fenómeno se repite, en la dirección opuesta, en “Pálido cielo”, de Alonso Cueto, donde es el hijo quien ve el lazo familiar amputado tras el ingreso de sus padres y su hermano en el movimiento clandestino. En todos esos casos, es la relación de filiación la que se hace trizas debido a que los personajes anteponen a ese vínculo la nueva relación de afiliación al grupo político.

Luego se pregunta el profesor Huamán “¿por qué afirmar que la afiliación que causa la «destrucción de las filiaciones naturales» constituye un giro que se aleja de Said?”. Curiosamente, la mejor manera de responder a esa duda, muy legítima pero muy despistada, es recurrir a la respuesta que ofrece el mismo profesor Huamán a continuación. Escribe mi colega:

“[Said] entiende que a fines del siglo XIX y comienzos del XX se produce un cambio en la sociedad y la cultura, que obras como Tierra baldía, Ulises, Muerte en Venecia y otras expresarían la crisis de la filiación. Como apunta Said: «Parejas sin hijos, niños huérfanos, nacimientos abortados y hombres y mujeres incorregiblemente célibes pueblan con asombrosa insistencia el mundo del modernismo refinado, todos los cuales dan a entender las dificultades de la filiación» (31). Pero ello conduce al surgimiento de nuevas afiliaciones: «La única alternativa diferente parecían ofrecerla las instituciones, asociaciones y comunidades cuya existencia social no estuviera garantizada de hecho por la biología, sino por la afiliación»”.

Cualquier lector avisado habrá visto ya la diferencia, pero prefiero hacerla explícita para que la entienda mejor mi colega. La diferencia entre lo que Said propone para la novela modernista europea y lo que yo descubro representado en la ficción de la violencia política peruana, reside en el vínculo causal entre la disolución de las filiaciones y el surgimiento de las nuevas afiliaciones. Said, en efecto, encuentra que las nuevas afiliaciones son una alternativa ante “las dificultades de la filiación”. Es decir, en Said, la afiliación viene después y es un recurso alternativo posterior a la destrucción de las filiaciones naturales, es decir, al vinculo trizado de la familia. Lo que yo hallo en las ficciones de la violencia política funciona en el orden inverso: la destrucción de las filiaciones naturales no es causa, sino consecuencia de las afiliaciones (muy particularmente, de la afiliación de los sujetos a la subversión): el ensanchamiento de la brecha generacional entre padres e hijos y la disolución de la filiación sobrevienen cuando, casi siempre, los hijos deciden incorporarse al movimiento clandestino, que les ordena abandonar el vínculo familiar. (De nuevo, los ejemplos están en los relatos de Dughi, Thorne, Gutiérrez, Rosas Paravicino, Zavaleta, etc. Un contraejemplo interesante se encuentra en “La casa del cerro El Pino”, de Óscar Colchado Lucio, donde la filiación se mantiene a pesar de la afiliación subversiva).

Yo mismo explico, en un párrafo que el profesor Huamán cita, que la presencia “invasiva” de Sendero Luminoso “en pueblos y hogares era la disrupción de toda normalidad genética. El senderista –ese monje laico cuya mente funcionaba de acuerdo a principios desconocidos... era la encarnación de un movimiento ajeno a las formas tradicionales de filiación natural y afiliación comunitaria”**. Es decir, no el fenómeno que explicaba Said, aunque sus categorías --filiación y afiliación-- sean todavía útiles para el análisis, sino el fenómeno inverso. Curiosamente, el profesor Huamán critica la utilización, según él, mecánica y no matizada, del análisis de Said en el caso peruano, cuando es él quien no comprende que las categorías de Said puedan ser todavía productivas si uno reconoce primero las diferencias entre el corpus que investiga el crítico palestino y el que estudio yo en la introducción de Toda la sangre, en el que las mismas categorías subsisten, pero su relación causal se invierte.

No quiero extender esta respuesta infinitamente. Dado que los párrafos finales del ensayo del profesor Huamán se sostienen sobre esa lectura errada de mi texto en relación con el de Said, además, resultaría sin duda reiterativo comentarlos. En resumen, el profesor Huamán ha hecho una lectura prejuiciosa de mi ensayo, adelantando opiniones sin sustento, como aquella acusación del interés comercial, o la idea de que la proliferación de la literatura sobre la violencia política responde al deseo de reforzar mecanismos neoimperialistas o neocolonialistas. El lado teórico de su argumentación resulta anodino, pues se levanta sobre la incomprensión tanto de las categorías que él maneja (las de Anderson), como las que quiere criticar en mi ensayo (las de Said). Sus observaciones acerca de la invención del corpus de la narrativa sobre la violencia política carecen de sustento, o son incompatibles, en todo caso, con la mención que hace de otros corpus que no debería juzgar menos arbitrarios. Quisiera encontrar en su argumentación puntos que corrijan o enriquezcan mis propias ideas sobre el tema, pero lamento decir que me ha sido imposible.

* Otro error: el ensayo se titula “El precipicio de la afiliación”.

** Cuando digo que la extensión de la afiliación senderista causa la “disrupción de toda normalidad genética”, me refiero, como es evidente, a la normalidad genética de la filiación: genético, en este caso, significa “relativo al origen”. El profesor Huamán no comprende ese sentido transparente (segunda y cuarta definiciones del adjetivo “genético” en el diccionario de la RAE) y eso lo conduce a acusarme de determinismo biológico y a preguntarse, sin sentido ni elegancia alguna: “¿acaso los «indios» están afincados a la tierra porque sus cromosomas lo establecen?” No, profesor Huamán, nadie está hablando de cromosomas.


29.9.08

Respondiendo al profesor Huamán, 8

Sobre la “comunidad imaginada” y la “narrativa oficial”

(Viene de aquí...)

El profesor Huamán supone que una intención de Toda la sangre es postular una interpretación de la narrativa de la violencia política que “trascienda su fragmentación”. El pasaje completo dice esto:

“[El ensayo introductorio de Toda la sangre] defiende un sentido general en la escritura literaria que trascienda su fragmentación y dispersión en miles de casos personales e individuales. La paradoja de esa conversión radica en que en lugar de postular en esa producción la existencia de una comunidad imaginada que llamamos país, la conciencia crítica, por claudicar ante el fetichismo de la mercancía, enfatiza la necesidad de dicha plenitud, solo para constatar su inevitable carencia. Con ello cierra el paso y oculta la posibilidad de que la escritura literaria, incluso la que aborda la violencia, ofrezca significados abarcadores que permitan imaginariamente superar las contradicciones de la experiencia colectiva; es decir, construir efectivamente el espacio simbólico de una comunidad imaginada que restañe las heridas”.

La confusión del profesor Huamán es evidente, la vaguedad de las categorías que maneja es problemática y la paradoja que indica no es otra cosa que un fruto de la superficialidad de su aproximación. Si hasta ese punto ha recurrido a Said para explicar que el crítico no debe nunca claudicar en su denuncia y su refutación de los discursos dominantes (en la medida, cabe aclarar, en que esos discursos validen una inequidad social o una situación de subyugación), ahora el profesor Huamán echa mano de las teorías de Benedict Anderson para reclamar que la crítica abra el espacio a la formación de una “comunidad imaginada”.

En otros lugares he señalado los errores frecuentes de la ciega aplicación de las hipótesis de Anderson al caso de la literatura latinoamericana*. No me detendré a mencionar que las especulaciones de Anderson están hechas desde el terreno de la historia y las ciencias sociales que tanto espanto le producen al profesor Huamán cuando se aplican al estudio de la literatura**. Prefiero sólo hacer notar que en ningún lugar de la obra de Anderson se podrá encontrar la idea de que la formación de la “comunidad imaginada” (que Anderson no postula como sucedáneo de país, como piensa el profesor Huamán, sino como explicación del concepto de nación) sea un proceso simbólico deseable o un objetivo que deba ser activamente perseguido.

De hecho, Anderson es profundamente crítico de la forma en que América Latina ha vivido el proceso violentamente nacionalista de constitución de sus “comunidades imaginadas”, porque encuentra que ese proceso siempre ha existido sobre la base de discursos no sólo hegemónicos (lo cual es inevitable) sino ferozmente hegemonizantes, homogeneizadores, que han supuesto en la práctica la relegación y marginación de cualquier forma de discurso disidente, contrahegemónico, residual-contestatario o emergente-reivindicativo.

La “comunidad imaginada” no es, para Anderson --quien acuñó el término y lo definió-- otra cosa que el espacio simbólico de construcción de los discursos nacionalistas, y el resultado de esa construcción, y el nacionalismo, como sabemos, no es jamás un discurso inocente, y no deja de implicar, nunca, diversas formas de segregación. El profesor Huamán, acaso por su consistente rechazo a recurrir a las ciencias sociales en el campo de los estudios literarios, demuestra una inocencia sorprendente cuando postula la posibilidad de constituir, desde la literatura, el espacio de una “comunidad imaginada” que permita “superar las contradicciones de la experiencia colectiva” como si ese proceso se pudiera llevar a cabo sin atropellar las profundas diferencias políticas, culturales y sociales de sus actores, y, es más, como si la constitución de la “comunidad imaginada” fuera un proceso de pacificación (quizá lo sea, pero en el hipócrita sentido de las pacificaciones argentinas del diecinueve, por ejemplo).

La “comunidad imaginada” que describe Anderson es un constructo eminentemente político, y no uno que busca la conciliación, sino el avasallamiento de los discursos contrahegemónicos. Si recordamos que apenas un par de páginas antes mi colega ha criticado la inclusión de escritores marxistas en la antología, notaremos hasta qué punto el profesor Huamán echa a la basura los consejos de Said que él mismo ha mencionado antes: la propuesta del profesor Huamán no es en lo más mínimo una recusación de las ideologías dominantes, sino un atropello contra la existencia misma de los discursos opositores a las estructuras de dominación, y su ideal es la constitución de una nación “pacificada” no mediante el diálogo y la conciliación, sino a partir de la obliteración de lo contrahegemónico.

De ese modo, cuando, un par de páginas más adelante, el profesor Huamán, apoyándose en su lectura de ciertos autores de la “literatura andina”, proponga la afirmación de una “cultura integradora” como “respuesta crítica a los intentos de fomentar una ‘narrativa oficial’ de la violencia política”, estará postulando, claro, algo en lo que todos querremos creer, pero su afirmación será no paradójica ni simplemente contradictoria, sino radicalmente insostenible a partir de los conceptos que él mismo ha defendido hasta ese punto: no se puede contravenir ni lo hegemónico ni lo dominante obliterando al mismo tiempo lo contrahegemónico y lo contestatario.

* Faverón Patriau, Gustavo. Gaps of the Hegemonic in Nineteenth-Century Latin American Narrative. (Doctoral Dissertation) Ithaca, New York: Cornell University, 2005; Faverón Patriau, Gustavo. “Comunidades inimaginables: Benedict Anderson, Mario Vargas Llosa, la novela y América Latina”. Lexis: 2002, 26 (2): 441-67; Faverón Patriau, Gustavo. “Nacionalisme Andí”. El Contemporani. Barcelona, 2003, 28: 83-95.

** Si el profesor leyera a esos científicos sociales, podría evitar traspiés como el de afirmar que Sendero Luminoso no existía en 1974, o la ingenuidad de creer que la guerra interna se desató en 1980 sin un proceso previo de gestación de la subversión, que ha sido también recogido en la literatura.

Respondiendo al profesor Huamán, 6 y 7

Sobre Said y el regreso de las transnacionales

(Viene de aquí)

De inmediato, el profesor Huamán, extraviando el hilo de su especulación, vuelve sobre el tema del mercado. Escribe:

“Conviene recordar a un autor que Faverón ha leído y cita profusamente: Edward Said. Este alerta sobre el peligro de validar la ideología dominante al ejercer la crítica, pues entiende que, al proceder de ese modo se aparta de su función frente a la cultura dominante y deja al público abandonado: «en manos de las fuerzas del libre mercado, las corporaciones multinacionales y las manipulaciones de los apetitos del consumidor»”.

En efecto, la observación de Said es irrefutable, entre otras cosas porque es un truismo: el ejercicio de la crítica puede fácilmente deslizarse hacia la legitimación de una ideología dominante, refrendando sus principios y validando sus presupuestos, así como puede revisarlos, criticarlos y desmontarlos (justamente lo que hace Said con las nociones fundamentales del orientalismo). Pero esto último no sería capaz de lograrlo un crítico si no atiende a los discursos y las formas de representación que constituyan las líneas adversarias del pensamiento dominante.

¿Cómo conciliar, entonces, ese llamado de atención del profesor Huamán con su crítica ante el hecho de que Toda la sangre incluya y estudie relatos escritos desde el marxismo e incluso desde el comunismo radical, así como reúne textos construidos desde la derecha conservadora y otros reconciliables con las posturas de la CVR? ¿Cómo podría un crítico evitar la legitimación de los discursos hegemónicos, cualquiera que estos fueran, si eludiera la responsabilidad de considerar y evaluar los discursos contrahegemónicos, amparado en una convicción moralizante y censuradora como la que propone el profesor Huamán? Y, por último, ¿cómo es que la inclusión de textos escritos desde posturas contrahegemónicas podría validar los intereses de “las fuerzas del libre mercado y las corporaciones transnacionales”?

Lo que el profesor Huamán se niega a comprender es que, en el Perú, la escritura y la necesidad de lectura y discusión de obras literarias referidas a la “violencia política” no ha sido un producto de ningún mercado y menos aún de las manipulaciones de alguna transnacional, sino la respuesta esperable en un país que intenta comprender, ansiosa, angustiosamente, los orígenes de la guerra interna y sus secuelas. ¿Acusaremos a Primo Levi de lucrar con el Holocausto? ¿A Cabrera Infante de hacerlo con el asesinato masivo de indígenas en la conquista? ¿A Ricardo Piglia y Rodolfo Walsh de colaborar con el mercado en la explotación del tema de las dictaduras argentinas?


Sobre los científicos sociales y la “falacia referencial”

Sostiene el profesor Huamán que la alusión en mi ensayo al trabajo de estudiosos del fenómeno de la guerra interna como Gonzalo Portocarrero y Carlos Iván Degregori “refrenda, tal vez sin proponérselo, dos típicos errores de los científicos sociales cuando enfrentan la literatura: la falacia referencial y el determinismo positivista”.

Y continúa en esa línea:

“Tomar el discurso literario como un documento que refleja directamente la realidad, y la práctica de creación verbal como un uso referencial que brinda información directa de los fenómenos sociales son concepciones que empobrecen radicalmente el fenómeno estético-literario”.

Hace muy mal el profesor Huamán en llamar “falacia referencial” al fenómeno que intenta describir. El lenguaje literario es tan referencial como cualquier otro; si no lo fuera, los textos producidos en él y mediante él no tendrían jamás una relación ni empírica ni significativa con el mundo sobre el cual escriben sus autores. La guerra del fin del mundo no se referiría al conflicto de Canudos y “El marqués y los gavilanes” no aludiría al desplazamiento de la aristocracia y la oligarquía ante la movilidad social de la nueva burguesía en el último tercio del siglo pasado en el Perú. Es más, esas obras ni siquiera podrían leerse como reflexiones sobre problemas sociales o políticos en general, dado que la sociedad no es un objeto ficcional, sino un objeto exterior al discurso que alude a ella.

Lo que el profesor Huamán pretende denunciar es algo distinto, algo que el crítico Daniel Salas propone llamar “falacia mimética”, es decir, el engaño implícito que supone la lectura de una obra ficcional como si el mundo diegético fuera idéntico al mundo real; sus estructuras, equivalentes; sus sucesos, reflejos puntuales y exactos. Está claro que ello acarrearía la confusión acrítica más ingenua: tomar la ficción como si fuera la realidad, reaccionar ante la novela como si fuera el mundo: implicaría la obliteración quijotesca de los límites entre lo real y lo simbólico.

Pero igualmente absurdo es creer que un texto literario no supone ninguna postura crítica ante la realidad, que no involucra una posición ideológica y una propuesta de comprensión de los mecanismos del universo al que alude, y que ni siquiera es capaz de referirlos. Los ríos profundos no es el (imposible) retrato objetivo, aséptico y limpiamente biunívoco de un sector de la sociedad andina, pero sí sugiere una versión de la problemática estructura social, cultural y política de esa franja del Perú, mediada por la construcción intelectual y estética que Arguedas operó sobre ella, entre otras cosas, para mejor entenderla. Leer la novela desde esa óptica no es caer en falacia alguna: es restituir a la obra su propósito, insuflarle la misma vida que el autor quiso depositar en ella.

El ensayo que abre Toda la sangre no defiende nunca la idea, que el profesor Huamán me atribuye, de que los cuentos antologados representan una imagen fáctica real y que miméticamente reconstruyen y describen la complejidad del fenómeno de la guerra interna. Todo lo contrario: el ensayo insiste en la perentoria y constante oposición de los discursos enfrentados, en la contradicción de los puntos de vista, en la singularidad política de cada texto, en sus desavenencias y sus contrariedades. ¿Cómo podrían “El mural” de Oswaldo Reynoso y “Pálido cielo” de Alonso Cueto considerarse ambos, simultáneamente, representaciones equivalentes y miméticas del asunto de la guerra interna, si sus posturas son estéticamente irreconciliables, sus posiciones de clase, divergentes, y sus concepciones del conflicto se originan en antípodas del espectro político? ¿Cómo podrían ser igualmente miméticas dos versiones tan diametralmente contrapuestas de la historia?

Justamente, es para escapar de la “falacia mimética” que un crítico que estudia la representación de la violencia política debe recurrir a los hallazgos de las ciencias sociales: porque su forma de aproximación al fenómeno es fundamentalmente distinta, porque le permiten al crítico un catalizador y un contraste entre las versiones ficcionales del tema y los descubrimientos y racionalizaciones de la sociología y la antropología. Porque una vez que se acepta que las obras sí refieren al fenómeno real, aunque no sean un reflejo preciso de él, ni mucho menos su recuperación totalizadora, sino su reinstauración ficcional, divergente y necesariamente parcial, el crítico está obligado a conocer, tan minuciosamente como le sea posible, el tópico al que las ficciones aluden, tal como ha sido estudiado desde las ciencias sociales y las humanidades: es simplemente un compromiso intelectual, que alejará al crítico de la posibilidad de confundir representación con calco, y un compromiso ético, que le evitará el desbarro de hablar sobre lo que desconoce.

28.9.08

Respondiendo al profesor Huamán, 5

Sobre la palabra “política”

(Viene de aquí...)

Escribe el profesor Huamán:

“Faverón, sin establecer exactamente qué significa para su trabajo el término ‘‘política’’, relaciona permanentemente la producción literaria con los acontecimientos de la llamada guerra popular o interna... En el inicio del trabajo, el autor formula una idea de justificación: «La necesaria recaptura de la sensación de que nuestra historia ha salido del hoyo negro de la guerra es una de las tareas que la literatura ha tomado para sí, como tomó antes la labor de dar cuenta de la guerra misma». Es decir, la palabra política se usa en sentido referencial para aludir a los sucesos o acciones violentas del período 1980-2000. Ello pertenece –según el crítico– a las funciones que debe cumplir la literatura. Esta prioridad dada a estos hechos violentos para atribuirles exclusivamente una condición política nos plantea un conjunto de dudas y discrepancias. Evidentemente, la antología ha excluido un vasto conjunto de sucesos que, sin estar orientados hacia la toma violenta del poder o su conservación, tienen innegablemente una raigambre política que también forman parte de la historia de nuestra nación… Maltratos y violaciones a miles de mujeres, explotación laboral de niños y adolescentes, desamparo y represión contra adictos o enfermos, castigo y abuso de estudiantes, discriminación y exclusión de minorías étnicas son ejemplos de violencia cuya naturaleza es esencialmente política. ¿Por qué, si la literatura tiene la tarea de dar cuenta de la violencia política, tendría que excluir o ignorar estas manifestaciones?”.

El profesor Huamán no debería perder tiempo en elaboraciones inconducentes, ni apurarse tanto a señalar como ausentes temas que están presentes en la antología. Es curioso que, en el mismo párrafo en que especula sobre la carencia, en mi introducción a Toda la sangre, de una definición explícita y problematizadora del término “política”, él use indistintamente los términos “guerra popular” y “guerra interna”, como si esas etiquetas no fueran discutibles, fueran intercambiables y no implicaran ópticas discursivas radicalmente diferentes: “guerra popular” es un término tomado del léxico senderista, y supone una concepción de la guerra como instrumento de liberación revolucionaria en manos del pueblo en armas; “guerra interna” es el término más común en el uso de la sociedad civil, sustentado en las evaluaciones de la Comisión de la Verdad. No son equivalentes, no son intercambiables, no son inocuos, no son lo mismo: cada uno de esos términos construye su referente desde discursos divergentes.

El profesor Huamán parece sorprenderse de que yo use el término “violencia política” para referirme a “los sucesos o acciones violentas del periodo 1980-2000”. Para cualquier otro lector será claro que hablo de “violencia política” con la intención de aludir a un subconjunto de la compleja red de violencias entretejidas en el cuerpo social y en la historia del Perú. Es decir, en particular, a la violencia que fue consecuencia del enfrentamiento radical entre entidades que enarbolaron cada cual un cierto discurso ideológico, unos ciertos principios, unos ciertos objetivos y que pretendieron hacerlo en defensa explícita de ciertos ideales: la toma del poder y la construcción de una sociedad regida por los principios del maoísmo, por un lado, la reivindicación de la legitimidad del Estado y los presupuestos de la nacionalidad integradora y de la democracia representativa, por otro lado. Por supuesto, de más está debatir aquí hasta que punto fue real el compromiso de los implicados con esos principios: ese no es el punto de esta discusión.

El profesor Huamán enumera una serie de temas que, según él, forman también parte del asunto de la “violencia política” y que Toda la sangre no toma en cuenta. No quiero creer que el profesor Huamán critique el contenido de la antología sin haber revisado los textos que reúne, pero resulta llamativa su nómina de olvidos: “maltratos y violaciones a miles de mujeres, explotación laboral de niños y adolescentes, desamparo y represión contra adictos o enfermos, castigo y abuso de estudiantes, discriminación y exclusión de minorías étnicas”. Una simple mirada a los cuentos seleccionados habría de descubrirle al profesor la presencia del tema de los “maltratos y violaciones a miles de mujeres” en “Cirila” de Carlos Thorne; el asunto de “la explotación laboral de niños y adolescentes” en “Adiós Ayacucho” de Julio Ortega; el tópico del “castigo y abuso de estudiantes” en “La guerra del arcángel San Gabriel” de Dante Castro, la temática de la “discriminación y exclusión de minorías étnicas” en “El cazador” de Pilar Dughi o en “Arrasados” de Zein Zorrilla, y eso por mencionar sólo un puñado de ejemplos.

Lo que no hace Toda la sangre es perder de vista los límites de su corpus y el interés de su investigación, referida no a todas las formas de violencia que podamos vincular con la estructura social y los discursos políticos implícitos que atraviesan esa estructura, sino solamente con los que se inscriben en el campo de lo que dos párrafos arriba he definido como “violencia política”. Lo que el profesor Huamán parece pedir no es una complejización del corpus de la violencia política, sino su evaporación: la narrativa peruana que alude a la violencia social del país es casi el cien por ciento de nuestra tradición ficcional, desde las Tradiciones de Palma hasta Un mundo para Julius y desde El sueño del pongo hasta Puta linda; relajar las fronteras del corpus implicaría extinguir la posibilidad de encontrar en nuestra narrativa las sugerencias de evocación, interpretación y representación que los autores han construido en sus obras sobre el tópico singular de la guerra interna.

Mi colega cita el siguiente fragmento de mi introducción a Toda la sangre: “La necesaria recaptura de la sensación de que nuestra historia ha salido del hoyo negro de la guerra es una de las tareas que la literatura ha tomado para sí, como tomó antes la labor de dar cuenta de la guerra misma”. Y a partir de esa referencia, extrae la siguiente conclusión:

“Es decir, la palabra política se usa en sentido referencial para aludir a los sucesos o acciones violentas del período 1980-2000. Ello pertenece --según el crítico-- a las funciones que debe cumplir la literatura. Esta prioridad dada a estos hechos violentos para atribuirles exclusivamente una condición política nos plantea un conjunto de dudas y discrepancias”.

Ambas afirmaciones son apresuradas y finalmente erróneas. Lo que yo digo, pienso que con suficiente claridad, es que la “recaptura de la sensación de que nuestra historia ha salido del hoyo negro de la guerra” es una necesidad del Perú como sociedad, y que la literatura la “ha tomado para sí, como tomó antes la labor de dar cuenta de la guerra misma”. Eso de ninguna manera supone afirmar que la literatura está obligada a dar cuenta de la guerra interna. Es una observación factual que cualquiera puede comprobar con tan sólo recorrer los estantes de una librería: la literatura peruana ha asumido la reflexión de la postguerra activamente y a través de centenares de esfuerzos individuales. Por otra parte, señalar que los sucesos de la guerra tienen un carácter político no implica sostener que tengan exclusivamente un carácter político. Esa es una atribución fantasiosa que el profesor Huamán no podría jamás sustentar con argumentos luego de una lectura cuidadosa del ensayo al que se refiere su artículo.

(Continuará...)

Respondiendo al profesor Huamán, 4

Sobre la moral crítica y las falsas moralidades

(Viene de aquí...)

El problema es que el profesor Huamán permite que sus observaciones críticas se vean intensamente permeadas por un prejuicio seudo-moralizador sobre el rol de la crítica y por otro aun peor: la idea de que la crítica relativa a la literatura de la violencia no está comprometida con el esclarecimiento de un fenómeno literario, estético e ideológico, sino con la búsqueda del éxito comercial, y que acabaría por constituirse en un refuerzo, acaso inconsciente, de los estereotipos promovidos por ese malentendido neoimperialismo al que antes aludí. Dice mi colega, en referencia a Toda la sangre:

“Según parece, la idea ha sido ofrecer esa selección porque el público se interesa en esa temática, sin importar que algún joven vaya a creer que basta abordar esos sucesos para lograr destacar como escritor o que muchos fundamentalistas se sientan gratificados por la reafirmación de sus postulados que proclaman que la literatura debe expresar la lucha de clases. Evidentemente, cualquier segmentación o selección responde a opciones del crítico y estas, más allá de su intención consciente, pueden resultar funcionales o disfuncionales a las necesidades del mercado. Tengo la impresión de que, en este caso, ha primado más el criterio de ventas”.

En el inicio de ese fragmento se encuentra la engañosa mirada moralista a la que aludí. Involucra, antes que nada, una concepción ingenuamente paternalista de la labor crítica: la idea de que un estudioso de la literatura debería, antes de formularse su tarea investigativa, reparar en la repercusión moral de la misma sobre un lector tan inocente y despistado que sólo puede entender los libros como una escalera hacia el reconocimiento personal. Según se puede colegir de sus palabras, el profesor Huamán supone que la crítica debería soslayar el fenómeno de la literatura de la violencia en el Perú para proteger a los jóvenes escritores del error de pensar que escribir sobre la violencia es un camino hacia la consagración.

Esa idea, obviamente jerárquica y desdeñosa frente a la capacidad intelectual de los potenciales lectores de Toda la sangre (y de los lectores de toda la literatura de la violencia política) esconde un mal mucho mayor, un mal crucial que desvirtúa las bases mismas sobre las cuales el profesor Huamán desempeña su trabajo crítico: él piensa que la crítica debe vedar, ocultar, escamotear al lector los tópicos que pueden corromperlo: la crítica, según el profesor Huamán, debería vetar y censurar el estudio de ciertos asuntos para no convertirse en una suerte de infección incurable en la mente del lector y en la visión y la poética de los escritores futuros. O peor aun, que la crítica debería advertir a sus lectores acerca de los temas que pueden o no tratar si algún día piensan en tomar la posición de autores ellos mismos.

Mi colega debería comprender que la crítica debe ser pedagógica, en efecto, pero no paternalista: el crítico no es el guardián de la moral de los lectores, sino apenas un lector más entrenado que el resto, que tiene el deber de esclarecer lo oscuro y desentrañar lo oculto: hacer evidentes los postulados estéticos y las concepciones ideológicas que subyacen a un texto, jamás privar al lector del contacto con los libros, y mucho menos asumirse con derecho a dictaminar que un tema en particular debe pasarse por alto para cuidar la pureza de sus potenciales receptores.

El otro riesgo que el profesor Huamán señala en relación con Toda la sangre, además del peligro de corromper a los jóvenes, es su temor de “que muchos fundamentalistas se sientan gratificados por la reafirmación de sus postulados que proclaman que la literatura debe expresar la lucha de clases”. Una vez más, lo que parece proponer el profesor Huamán es la censura de ciertos textos. Quizás la inclusión de “La oración de la tarde”, el relato del senderista Hildebrando Pérez Huarancca, le parece perniciosa. Acaso el profesor hubiera preferido que Toda la sangre excluyera a todos los autores marxistas, temeroso de que la lectura de esos cuentos enfermara de un afán violentista al público lector de la antología. Poco le interesa al profesor Huamán el hecho evidente de que esa censura haría del libro un panorama sesgado y parcial, incompleto y tendencioso, mutilado y, por tanto, mentiroso. Una vez más, prefiere la protección falaz de la moral del lector antes que la posibilidad de otorgarle a ese mismo lector todos los elementos relevantes para que se forme un juicio del asunto. Si el profesor Huamán entiende el trabajo de la crítica como el de una censura y un tijereteo, una elisión y una elusión, allá él: yo no puedo ejercer la crítica ocultando las evidencias del tópico que elijo estudiar. Esa es la verdadera moral del ejercicio crítico, la moral que todos en esta profesión debemos respetar.

El profesor Huamán debería ceñirse a la decencia de no expresar juicios de valor sin ofrecer al menos una mínima explicación. “Tengo la impresión de que, en este caso, ha primado más el criterio de ventas”, escribe*. Esa es una frase que el profesor Huamán podría haberse reservado para una charla de café, pero que no tiene lugar alguna en un estudio que quiere presentarse como crítico. No es sino una falsedad tendenciosa dirigida a descalificar por capricho el trabajo de un colega; no tiene lugar alguno en un estudio que quiere presentarse como crítico. “Tengo la impresión”. Vaya agudeza, vaya lógica severa, vaya sólida argumentación.

*Aunque por lo común me parece poco elegante referirme a estos asuntos, quizá valga la pena en este caso precisar que Toda la sangre fue publicado sólo gracias a que la Editorial Matalamanga aceptó endeudarse con los talleres gráficos que corrieron con los gastos de impresión, y que yo, como editor del libro, no he percibido, ni he pedido nunca, ni un solo sol del producto de las ventas. ¿Será necesario también hacerle ver al profesor que Matalamanga no es precisamente una "gran editorial transnacional"?

27.9.08

Respondiendo al profesor Huamán, 3

Sobre el corpus de la literatura de la violencia política

(Viene de aquí…)

El profesor Huamán, entonces, no advierte ni evalúa las profundas diferencias ideológicas existentes entre las obras literarias que, según él, refrendan e impulsan una suerte de “leyenda negra” [sic] sobre los vicios y las taras de la sociedad peruana. Pese a eso, el profesor sí habla de ideología, pero se refiere a la ideología de los críticos que han estudiado la representación literaria de la violencia política en el Perú. Dice mi colega:

“Las imágenes de la literatura peruana que refuerzan ambos rubros [las novelas sobre “sexo y drogas” y los relatos sobre la guerra interna] y que responden a una visión poscolonial son promovidas por la crítica de acuerdo con sus propuestas ideológicas. Así, dentro de la segunda óptica descrita, existe una lectura que ha puesto de relieve el vínculo entre literatura y violencia política con la intención de conseguir notoriedad. Han surgido antologías y estudios que enfatizan la existencia de un supuesto gran corpus en la narrativa nacional que transitaría por el tratamiento de las acciones terroristas, cuya presencia sería el rasgo distintivo de la novela andina. Esta estrategia involucra a estudiosos nacionales como Jorge Flórez-Áybar (Literatura y violencia en los Andes, 2004), así como a académicos extranjeros como Mark R. Cox (Pachaticray. El mundo al revés. Testimonios y ensayos sobre la violencia política y la cultura peruana desde 1980, 2004, y El cuento peruano en los años de violencia, 2000). Toda la sangre. Antología de cuentos peruanos sobre la violencia política (2006) de Gustavo Faverón Patriau se inscribe dentro de esta tendencia”.

Hay que recordar que el profesor Huamán, cuando alude a “una visión postcolonial”, lo hace, como mostré antes, confundiendo postcolonialidad con neoimperialismo, o en todo caso con neocolonialismo, y desde una perspectiva que resucita la obsoleta teoría de la dependencia. De modo que cabe suponer que cuando alude a las “propuestas ideológicas” de los críticos que tratan el tema, lo hace dentro de ese marco.

Pero luego de saludar a la bandera con esa alusión meramente nominal a la ideología, el profesor produce una lista, por decir lo menos, heterogénea, en la que somos incluidos, sin mayor precisión ni discernimiento, el crítico puneño Jorge Flórez-Aybar, el norteamericano Mark R. Cox y yo. ¿Cuál es la propuesta ideológica compartida por los tres, según el profesor Huamán? No lo dice. Yo apenas si puedo vislumbrar como coincidencia nuestro interés en un mismo tópico, pero no hallo convergencias ideológicas significativas.

Flórez-Áybar es un estudioso de la literatura de los Andes, que la ha periodificado de modo que, para él, existe una literatura andina, distinta de la indigenista y de la neoindigenista, posterior a ambas, y que tiene como una de sus piedras de toque fundamentales la temática de la violencia política. Cox se apoya parcialmente en Flórez-Aybar en sus especulaciones sobre el tema, pero no parece demasiado involucrado ni teórica ni críticamente con las ideas del anterior.

Entonces, el profesor Huamán comete un desacierto crítico y una arbitrariedad falaz sin molestarse siquiera en velarla con un barniz de aparente argumentación: afirma que la lectura crítica que practicamos Flórez-Áybar, Cox y yo es similar, y además que está guiada por el afán de “conseguir notoriedad”. ¿Sobre qué base afirma algo así? ¿Qué lugar tiene ese exabrupto en una especulación crítica? ¿Cómo se concilian, en la mente del profesor Huamán, la idea de que los críticos elaboramos nuestras lecturas para “conseguir notoriedad” con la noción de que lo hacemos como parte de un esfuerzo “consciente o inconsciente” por promover la imagen de los pueblos andinos como “atrasados y decadentes”? Ninguna respuesta, más allá de la boutade, se encuentra en el artículo de mi colega.

(Con la seudo-lógica atropellada del profesor Huamán, sería igualmente posible decir que González Echeverría escribió sobre García Márquez en busca de notoriedad, que Rama escribió sobre Arguedas buscando fama y fortuna o que el profesor Huamán publica sus artículos animado por el ansia de brillo personal. Nada de eso sería sustentable, claro, y nada de eso sería digno de un crítico serio).

Tras reemplazar el endeble argumento ideológico por el de la “notoriedad”, el profesor Huamán sindica a la antología de Cox y a la mía como vehículos que intentan convencer al lector de “la existencia de un supuesto gran corpus en la narrativa nacional que transitaría por el tratamiento de las acciones terroristas, cuya presencia sería el rasgo distintivo de la novela andina”.

Veamos. ¿Está el profesor Huamán afirmando que el corpus de la literatura de la violencia política no existe? ¿Está suponiendo que los centenares de obras (entre cuentos, novelas, poemas, piezas teatrales, películas, etc.) que aluden al tema de la guerra interna no están allí en realidad? ¿O está diciendo que agruparlas en la categoría de “literatura de la violencia política” no es más que una especie de truco engañosamente crítico, una especie de stunt destinado simplemente a inventar un campo propicio para la notoriedad de los críticos que, luego de inventar el campo, lo estudian?

Las varias decenas de novelas sobre el tema de la violencia política son reales, han sido producidas, publicadas y leídas, y sus estéticas y sus armazones ideológicas y sus formas de representación han ingresado necesariamente en la discusión sobre la literatura peruana reciente y son una intervención en el debate sobre la memoria histórica en el país. Los críticos, en efecto, han llegado después y han convertido ese conjunto en un corpus, buscando en él los rasgos de convergencia y las señas de discrepancia, intentando descubrir sus líneas maestras, si las hay, y sus propuestas, y su mirada sobre el pasado y el presente, y su capacidad evocativa y representacional, así como sus formulaciones estéticas y artísticas, etc.

Eso, como debería saber el profesor Huamán, no es un abracadabra publicitario, sino el primer paso necesario e inevitable de cualquier reflexión crítica sobre cualquier conjunto de producciones literarias en cualquier periodo de la historia. Ese es el mismo paso crítico que le permite al profesor Huamán disertar sobre los rasgos de la “novela andina”, a la que alude con frecuencia: lo que llamamos “novela andina” no es otra cosa que un corpus que la tradición crítica instituye para comprender en conjunto algo que, si no mediara esa intervención, no sería otra cosa que una secuencia inorgánica de obras independientes y atomizadas, una especie de magma sobre el cual ninguna luz se podría arrojar con certeza.

El teatro del absurdo, la novela gótica, la narrativa neoindigenista, la novela regionalista, el realismo social, la narrativa distópica, la poesía femenina, la vanguardia poética, la literatura peruana: todos son corpus organizados por la crítica para la comprensión de ciertos fenómenos literarios, cada cual construido según criterios distintos (nacionales, estilísticos, ideológicos, etc.). Constituir un corpus sobre la base de un conjunto de obras independientes entre sí: eso es lo que Lukács hizo con la novela histórica, lo que hizo Bakhtin con la novela dialógica, lo que hizo Rama con la narrativa transcultural, lo que hizo Sommer con el romcance fundacional, lo que hizo Avelar con la novela postdictatorial, lo que hace cualquier crítico que se respete al seleccionar el campo de su estudio: sólo así se puede demarcar con claridad metódica los alcances de su aproximación crítica y el rango de sus observaciones.

Al denunciar la constitución crítica del corpus de la narrativa de la violencia política, el profesor Huamán no está, pues, como cree, observando una arbitrariedad: está acusando a la crítica literaria de hacer lo que la crítica literaria tiene que hacer si espera trabajar racional y metódicamente al aproximarse a su objeto de estudio.

(Continuará…)

26.9.08

Respondiendo al profesor Huamán, 2

Sobre dependencia, mercado y neoimperialismo

(Viene de aquí…)

En el párrafo siguiente, el profesor Huamán vincula su equivocada reflexión sobre el noble savage y la leyenda negra con la situación del Perú de hoy. Luego de escribir que “ambas lecturas refuerzan nuestra condición de formaciones sociales dependientes”, añade lo siguiente:

“Esta situación no ha desaparecido con la Independencia ni con el inicio del siglo XXI, sino que se ha mantenido como postcolonialismo, cuyo rasgo básico consiste en promover el mismo tipo de mirada sobre nuestras sociedades, pero mediada por criterios de mercado. Por ejemplo, la literatura peruana que más vende es precisamente la narrativa de la subjetividad que recrea las experiencias en drogas y sexo de los sectores juveniles marginales o acomodados indolentes. También, complementariamente, aquellos relatos que presentan los actos de violencia terrorista y de violaciones de derechos humanos, cuya persistencia se presenta como rasgo de atraso y decadencia”.

La primera afirmación del profesor Huamán en esta cita, conjugada con su diagnóstico del Perú como “formación social dependiente”, resulta una extraña combinación de dos teorías en gran medida discrepantes: por un lado, la teoría de la dependencia, que tuvo su auge entre los cincuentas y los setentas, y que afirmaba que los países llamados periféricos tenían asignado un rol secundario y ancilar en la economía mundial, de modo que no podían aspirar a ser más que sociedades reflejas, abandonadas en manos de las potencias que ocupaban el centro del sistema. De manera quizás involuntaria, esa teoría acababa por eximir de mayores responsabilidades en el atraso de los países más pobres a las clases dominantes de esos países: la culpa no era interna, porque la pobreza y cualquier desequilibrio era producto del sistema mundial. Estoy seguro de que, si lo piensa dos veces, el profesor Huamán no querrá seguir defendiendo esa idea.

Por otra parte, el profesor Huamán parece incorporar a esa teoría una mirada, en verdad muy idiosincrásica, de la teoría postcolonial. El profesor llama “postcolonialismo” a la sobrevivencia de la estructura ideológica, política y social del mundo colonial en la relación contemporánea entre las naciones antes colonizadas y los Estados metropolitanos. Dice que lo único que ha cambiado es que la relación se encuentra hoy “mediada por criterios de mercado”.

En verdad, eso tiene muy poco que ver con los hallazgos y los conceptos de la teoría postcolonial (que se interesa, más bien, en estudiar la manera en que las sociedades antes coloniales o de alguna manera aún hoy dominadas, lidian con el problema de formular o reformular sus identidades nacionales, y por construir discursos que desmonten la lógica del colonialismo). Las ideas de Huamán corresponden más bien a explicaciones economicistas (es decir, nociones desarrolladas por sus tan temidos “científicos sociales”) de mediados del siglo pasado, que proponían el concepto de “neoimperialismo” para explicar las nuevas formulaciones de la relación entre centro y periferia.

Pero es el razonamiento posterior del profesor Huamán el que implica un verdadero salto acrobático. Como ejemplo de cómo funciona el neocolonialismo en alianza con el mercado, mi colega ofrece lo que para él parece ser una verdad evidente. Dice que es debido a esa alianza que “la literatura peruana que más vende es precisamente la narrativa de la subjetividad que recrea las experiencias en drogas y sexo de los sectores juveniles marginales o acomodados indolentes”.

Entendámonos: lo que afirma el profesor Huamán es que el estereotipo del noble savage (como vimos ayer, muy mal entendido por él) y las construcciones producto de la “leyenda negra” (comprendida por él incluso con menos claridad), mutatis mutandis, se han transfigurado, por obra y gracia del mercado, en la producción de obras literarias que hablan de “drogas y sexo” en la sociedad peruana, promovidas y fomentadas por el diabólico neoimperialismo.

La primera pregunta que viene a la mente es esta: si el profesor Huamán, hasta allí, ha estado hablando del centro y la periferia, esgrimiendo argumentos tomados de la teoría de la dependencia y los discursos que denuncian el neoimperialismo (sobre todo el americano), y luego coloca esto como ejemplo, ¿debemos, para creer en lo que él dice, suponer que son el neoimperialismo y las grandes metrópolis las que hacen que las obras literarias peruanas que lidian con temas como “las drogas y el sexo” se multipliquen hasta ser mayoritarias y encuentren una respuesta acogedora en el lector peruano? ¿Está el lector peruano especialmente ávido de verse a sí mismo como un ser corrupto y deleznable? ¿Y eso se debe a la influencia del mercado y el neoimperialismo? ¿Acaso escribir sobre sexo y drogas implica necesariamente una mirada degradante del peruano o de la sociedad peruana? (El dejo mojigato y conservador de la afirmación del profesor Huamán lo trataré más adelante).

Una pregunta suelta: ¿cómo explicaría el profesor Huamán que las obras sobre “drogas y sexo” sean igualmente populares en todo el planeta, en casi cualquier lengua, incluyendo las de esas metrópolis que, según dice, están interesadas en promover esta literatura para menospreciar a los países periféricos y mantener así su poder sobre ellos?

Dejemos esto todavía más claro: ¿debemos suponer que la poesía de Carmen Ollé, Jorge Eduardo Eielson o Rocío Silva Santisteban, las ficciones de Santiago Roncagliolo, Sergio Galarza, Fernando Ampuero, Oswaldo Reynoso y un inmenso etcétera, han sido producidas, editadas y han encontrado aceptación en el Perú simplemente como efecto de una conjunción de fuerzas relacionada con el neoimperialismo y nuestra dependencia del circuito económico mundial? ¿Dónde queda, en la mirada del profesor Huamán, el hecho de que el contenido ideológico de las obras de todos esos autores sea radicalmente distinto e incluso que sean obras antagónicas por definición? ¿O es que ese contenido ideológico acaso no tiene peso alguno en la manera en que el lector va a relacionarse con la obra?

Hay algo incluso más criticable. Junto a las novelas sobre “drogas y sexo”, que tanta repulsa le causan al profesor, mi colega cita también otro caso de novelas que ocupan un lugar central en la producción literaria peruana, según él gracias a la misma conjunción de mercado y neoimperialismo: “aquellos relatos que presentan los actos de violencia terrorista y de violaciones de derechos humanos, cuya persistencia se presenta como rasgo de atraso y decadencia”. El profesor Huamán ofrece algunos ejemplos: menciona obras de Alonso Cueto, Santiago Roncagliolo, Félix Huamán Cabrera, Enrique Rosas Paravicino, Dante Castro y Luis Nieto Degregori.

Aunque distingue entre ellos formalmente (a unos los llama postmodernos, a otros indigenistas, a otros modernistas), el profesor olvida señalar, una vez más, las profundas discrepancias ideológicas: en esa nómina hay izquierdistas moderados, conservadores, maoístas radicales, etc., pero mi colega pasa por alto el detalle: para él, todos los mencionados montan la misma ola y coadyuvan al fortalecimiento del mecanismo de mercado neoimperialista, pues es ése mercado el que se interesa en promover la idea de que los peruanos vivimos en un mundo de “atraso y decadencia”. El profesor prefiere no aclarar cómo es que el mercado neoimperialista ha contribuido a la difusión de las obras de Dante Castro, Luis Nieto o Félix Huamán Cabrera.

Aquí cabe proponer algunas preguntas cruciales: ¿por qué haría mal la literatura peruana en señalar y criticar la pobreza endémica de su sociedad, o la decadencia patente de sus clases directrices? ¿No es acaso relevante que esa denuncia se formule desde todos los puntos del espectro político? ¿Y cuál podría ser el interés del mercado (para no hablar del neoimperialismo), en que la sociedad peruana reflexione constantemente sobre sus problemas más graves?

(Continuará…)

24.9.08

Respondiendo al profesor Huamán, 1

Sobre el buen salvaje y la leyenda negra

Esta es una nueva sección de Puente Aéreo. Digamos, una suerte de miniserie metacrítica.

Hace unos meses, el profesor sanmarquino Miguel Ángel Huamán publicó un ensayo sobre la introducción que escribí para la antología
Toda la sangre: cuentos peruanos de la violencia política. Por un tiempo estuve tentado de responder con otro artículo, pero ahora prefiero hacerlo por partes y cucharadas.

Desde hoy publicaré con cierta frecuencia fragmentos del ensayo del profesor Huamán e iré respondiendo y comentándolos paulatinamente. En la medida de lo posible, intentaré comentar, a la larga, todo el ensayo, de manera que mi crítica no abuse de la descontextualización.

De cualquier forma, quienes quieran leer el ensayo completo del profesor Huamán pueden hacerlo en el número 8/9 de la revista
Ajos y Zafiros.

Luego de una introducción formulaica, el argumento del profesor Huamán empieza con este párrafo:

“Desde la invasión española a nuestro territorio en el siglo XVI se han impuesto visiones de nuestra realidad sociocultural que refuerzan arquetipos de dominación. Por un lado, nos ven como el buen salvaje, lo que supone una cierta mirada condescendiente porque somos dados a la diversión, a los placeres, propio [sic] de seres de una colectividad inmadura e infantil. Por otro lado, nos califican, de acuerdo con la llamada leyenda negra, como desalmados y agresivos, razas inferiores, seres torvos y falsos, proclives al engaño, la violencia y la corrupción. Ambas lecturas refuerzan nuestra condición de formaciones sociales dependientes”.

Mi comentario

Es por lo menos un anacronismo suponer que la mirada occidental sobre los pueblos latinoamericanos responde en el siglo veintiuno al estereotipo del buen salvaje o que está crucialmente influida por la leyenda negra.

Pero, además, vale la pena recordarle al profesor Huamán que la noción de buen salvaje (noble savage, término acuñado por Dryden y erróneamente atribuido con frecuencia a Rousseau) no implica la caracterización de ciertos grupos étnicos como integrados por individuos “dados a la diversión, a los placeres... seres de una colectividad inmadura e infantil”.

La idea del buen salvaje, de hecho, desde el siglo diecisiete y durante el dieciocho, implicó más bien la creencia de que los pobladores de los territorios recién conocidos por descubridores y conquistadores eran más puros, moralmente más valiosos y, sobre todo, más incorruptos que los europeos, pues la civilización era vista como un proceso envilecedor, mientras que los mundos indígenas americanos estaban en un estadio anterior, y por tanto prístino, cercano del paraíso original. De hecho, es un lugar común, no por ello menos cierto, afirmar que la idea del buen salvaje fue más importante para la autocrítica de las sociedades europeas que para forjar el estereotipo de las americanas.

Obviamente, el estereotipo del buen salvaje sí suponía la idea de que el poblador americano se encontraba en una etapa previa de evolución, pero ese concepto difícilmente podía ser un arma eficiente de dominación, en vista de que era sostenido por pensadores para quienes el avance de la historia europea había sido un camino de decadencia, caída y corrupción. De hecho, si bien uno de los orígenes de la idea del buen salvaje, en el caso de la mirada española sobre los indígenas americanos, está en los Diarios de Colón, y, por tanto, en el inicio mismo del proceso de la conquista, otro de sus cimientos o antecedentes está en Bartolomé de las Casas, a quien es más coherente caracterizar como un defensor de los indios.

No me voy a detener a especular sobre quién se esconde detrás del etéreo “ellos” con el que el profesor Huamán se refiere a los forjadores de los "arquetipos de dominación". Él parece asumir que la respuesta es obvia y además que es única, como si la historia entre el siglo dieciséis y el veintiuno no hubiera transcurrido ni hubiera modificado nada fundamental. (Mayor finura sería deseable en alguien que luego intentará hacer precisiones sobre el concepto de lo "postcolonial").

Y ya que he mencionado a Bartolomé de las Casas, vayamos a la segunda mitad del párrafo, donde el profesor Huamán describe la “leyenda negra” como un discurso por medio del cual se caracteriza a los nativos del Nuevo Mundo como “desalmados y agresivos, razas inferiores, seres torvos y falsos, proclives al engaño, la violencia y la corrupción”.

El término “leyenda negra”, cuyo origen y significado parece ignorar el profesor Huamán, pero que conoce muy bien cualquier estudiante de historia o literatura, no se usa para describir un conjunto de discursos antiindígenas. De hecho, el término es defensivo. Lo acuñaron los españoles (su origen está en un libro de Juderías, publicado en 1914), para contradecir los relatos históricos según los cuales España había sido extremadamente cruel e incluso criminal en el periodo de expansión y estabilización de su imperio en tierras americanas.

El inicio de lo que los españoles llaman la “leyenda negra” se encuentra muy probablemente en la Brevísima relación de la destrucción de las Indias, de Bartolomé de las Casas, y en la célebre controversia de Valladolid, en la que rivalizó con Sepúlveda. Las Casas sostenía que la conquista había sido innecesariamente sangrienta, gratuitamente cruel y excesiva, y que las comuniaddes indígenas tenían un grado de sofisticación que suponía regímenes políticos tan legítimos como los de los reinos europeos.

Como podrá comprobarse con facilidad, eso es casi exactamente lo opuesto de lo que el profesor Huamán afirma. Y, por otra parte, el término "leyenda negra" debería ser tomado con pinzas por un crítico que quiere arremeter contra el imperialismo hispano: para ser consecuente, habría que subrayar, más bien, que la negrura de la conquista no fue una leyenda.

(Continuará...)


23.9.08

Con la camiseta puesta

Por culpa de las grandes transnacionales

En declaraciones al diario La República, a raíz de una consulta que no me interesa comentar extensamente, el novelista arequipeño Oswaldo Reynoso (a quien el entrevistador, involuntariamente insolente, llama "vaca sagrada" de la literatura peruana contemporánea) afirma lo siguiente:

"Todo cuento o novela, por ser una obra literaria, es una obra de ficción con palabras. No es la realidad, sino una ficción construida sobre hechos reales o imaginados. Un autor en ese mundo de la ficción puede tomar determinados elementos de la realidad, pero al entrar a la obra son personajes de ficción. Ahora hay una tendencia, impulsada por las grandes trasnacionales, hacia la escritura de novelas con personajes de la vida real, pero ello es una manipulación que la literatura no se merece. Estos libros solo despiertan el interés morboso de la gente".

La primera mitad de esa observación es interesante, y se refiere a un tema del que se han ocupado de manera abundante la filosofía del lenguaje y la teoría literaria, un asunto que se suele resumir en esta pregunta: ¿el nombre Napoleón, una vez inscrito en la ficción dentro de, por ejemplo, Guerra y paz, de Tolstoi, puede referir al personaje histórico, o conserva únicamente una referencialidad intratextual, con respecto sólo al personaje de la novela?

Siguiendo distintas argumentaciones, hay quienes responden que la referencialidad externa al texto se conserva aun si el nombre aparece dentro de una ficción, y hay quienes dicen lo contrario. Reynoso, claramente, afirma lo segundo: "al entrar en la obra son personajes de ficción".

La segunda parte de su apreciación es largamente discutible: que la proliferación de narraciones sobre "personajes de la vida real" es un fenómeno estrictamente contemporáneo; que es artificial, pues está promovido por las "grandes transnacionales"; que obras con ese rasgo sólo pueden llamar la atención a causa del "interés morboso de la gente".

Vamos por partes: primero, el tema del fenómeno como cosa estrictamente contemporánea. Personajes "de la vida real" aparecen en los diálogos de Platón, en el Cantar del mío Cid, en la Comedia de Dante, en los dramas de Shakespeare o Marlowe, en el Quijote de Cervantes, en buena parte de las novelas de la tradición romántica inglesa y a lo largo de todo el realismo decimonónico. Y personajes apenas cifrados, ocultos por un nombre distinto, pero que claramente son construidos como representaciones de personas reales, los ha habido en toda la historia literaria, desde Los viajes de Gulliver hasta Conversación en La Catedral, y desde el romancero medieval hasta Nocturno de Chile.

En segundo lugar, hay que revisar aquello del "interés morboso de la gente". No estoy muy convencido de que esa forma de atracción (que atrajo a los lectores limeños, en los años treinta, al Duque de Diez Canseco) sea particularmente inapropiada o despreciable, mejor o peor que cualquier otra para explicar la aproximación del lector hacia un tema o hacia un libro en particular. Yo, por lo menos, confieso que he leído una infinidad de libros atraído por lo que mi abuelita (linda conversa hipercatólica) hubiera llamado "una curiosidad insana". De hecho, creo que el morbo puede haber sido el imán primero de mi gusto por la literatura. Así que no me miren a mí a la hora de tirar la primera piedra. Lo que importa no es cómo uno llega a un libro, sino cómo uno sale de él.

Finalmente, está el dedo acusador: se trata, dice Reynoso, de "una tendencia impulsada por las grandes transnacionales". No voy a detenerme mucho en un rasgo de esa acusación al que dedicaré un post en otro momento: me refiero a la tendencia maniquea, con algo de teoría conspirativa, con mucho de reduccionismo acrítico, a culpar de todos los males del mundo a un sólo gran monstruo, que a veces se llama "las grandes transnacionales" y a veces se llama, más en general, "capitalismo salvaje". Creo que quienes invocan ese argumento como quien recita un credo irrefutable, simplemente hallan en él un atajo instantáneo para no tener que pensar con mayor agudeza.

Prefiero tomar el asunto desde un ángulo diferente: también las grandes casas editoras transnacionales han promovido el auge, la expansión y la difusión de cosas como la ya larga tradición de novelas sobre la memoria histórica de la Guerra Civil en España; las especulaciones ficcionales sobre la dictadura militar en Argentina y la huella de las desapariciones; las reflexiones sobre la violencia política en el Perú; la producción literaria que impulsó y afianzó el movimiento de los derechos civiles en Estados Unidos; las novelas reconciliatorias sobre el choque cultural y político entre el mundo árabe y Occidente; las elaboraciones novelescas que han coadyuvado al debate sobre la liberación sexual, los derechos de los homosexuales, la segregación racial y la postergación de los países africanos; e incluso un número poco menos que interminable de obras literarias y académicas que denuncian el rol interventor, invasivo y autoritario del gobierno norteamericano en diversas partes del mundo. Es más: los catálogos de esas editoriales están llenos de libros que critican, curiosamente, la maldad corporativa de las "grandes transnacionales".

Me pregunto: ¿culparía Reynoso a "las grandes transnacionales" por haber asumido la publicidad de todas esas tradiciones intelectuales y literarias? ¿Reconocería su rol central en esa difusión? ¿Optaría por negar la verdad evidente de lo que estoy diciendo? ¿Preferiría decir que incluso eso es parte de un eficiente y maligno plan para promover (no sé cómo) la idiotización del mundo y la sujeción del pueblo bajo el yugo de los más monstruosos intereses económicos?

Por cierto, hay cosas mucho más complejas de responder en el asunto del mercado capitalista y no quiero defender su moral --imagino que el mercado es más bien amoral--, sino que apenas apunto las paradojas que otros prefieren no discutir. (Mientras escribo este post --todo hay que decirlo-- llevo puesta la irónica camiseta que pueden ver en la foto de arriba, lo cual, como es obvio, me vuelve altamente sospechoso de... algo).

La neutralidad de la novela

La novela de tesis y la novela dialógica

El novelista colombiano Juan Gabriel Vásquez, en conversación con Richard Lea, en The Guardian, dice lo siguiente:

"La gran invención de la novela, como la conocemos desde Cervantes, es la neutralidad. Es el primer vehículo narrativo humano que puede explorar más de un lado del mismo asunto de una manera completamente neutral, sin tomar partido... si la novela respeta el legado de Cervantes, será neutral, empática, inclusiva".

Una de las maneras en que se puede interpretar la afirmación de Vásquez es analogando su idea de "neutralidad" con lo que Bakhtin llamaba dialogismo: la entraña democrática de la novela, en su sentido más abarcador, es su capacidad de construirse como un tejido de oposiciones y discrepancias, incluso más abierto que un zigzagueo dialéctico (porque el dialogismo bakhtiniano no encuentra jamás el telos de una síntesis).

Se puede argüir, como lo han hecho muchos, que la novela es el territorio literario por excelencia de la modernidad y la postmodernidad debido precisamente a ese rasgo dialógico, democrático, que Vásquez llama "neutralidad". Si uno acepta ese principio, se entiende que las novelas que se alejen del dialogismo (es decir, de la convivencia textual de discursos heterogéneos), de una suerte de empatía multidireccional, y opten por la tesis y el sesgo, la parcialidad o el prejuicio, pueden, si no necesariamente resultar fallidas, al menos dejar en el lector contemporáneo un sabor extraño de premodernidad, un resabio incluso de didactismo más o menos primitivo.

Es interesante notar, si traemos la discusión al terreno del debate peruano actual, que afirmaciones como las de mi amigo Iván Thays sobre la obra narrativa de Miguel Gutiérrez, podrían en efecto sustentarse en la percepción de que en esa obra se trasluce una comprensión ideológica del mundo que es más doctrinaria o dogmática que dialógica, más impuesta que reflexionada. La lógica de esa crítica se puede delinear así: si la novela se escribe desde la convicción ideológica y no desde la duda ante la realidad, el texto resultante no es una exploración del mundo, sino una demostración de veradades previas a la exploración. Y con ello, la naturaleza de la novela como forma de conocimiento se desvirtúa y desaparece.

Como lo he dicho antes, yo no creo que la obra de Gutiérrez caiga en ese facilismo: al contrario, me parece arriesgada y sincera; comprometida, sí, pero capaz de escapar de la prisión doctrinaria de su autor, del mismo modo en que las novelas de Vargas Llosa no pueden ser suficientemente descritas con sólo recurrir a la explicación del neoliberalismo económico, el procapitalismo o la tendencia políticamente conservadora: esas novelas son más complejas que la simple adhesión a una doctrina.

Pero el hecho de que Gutiérrez no caiga en el precipicio tutorial de recurrir a la novela como arma pedagógica, no implica, de ninguna manera, que el fenómeno esté ausente en la literatura peruana. Los cuentos de Hildebrando Pérez Huarancca, y aun más los relatos de Dante Castro, por citar dos ejemplos a la mano, son con frecuencia poco menos o poco más que ilustraciones de una postura política: sus personajes carecen de individualidad, son caracteres vaciados en un molde poco menos que tipificador, cuando no simplemente alegórico: están donde están para servir a una tesis que no emerge del relato sino que le da origen a un relato que acaba por construirse, entonces, como la puesta en escena de un axioma, una aproximación puramente racional a problemas que, por su propia naturaleza, y en la expectativa del lector contemporáneo, exceden el terreno de la sola demostración.

Son textos hechos para convencer o para agradar a los ya convencidos, pero no ofrecen al lector la posibilidad, indesligable de la mejor literatura desde la tardía modernidad, de ver el mundo como Picasso veía los objetos de su pintura: desde muchos puntos de vista simultáneamente


Profilaxis

La limpieza que necesita el mercado editorial

Si algo se ha transformado positivamente en los últimos pocos años en el mundo literario peruano (hace muy poco un amigo me hablaba de esto) es el mercado del libro, sobre todo a partir de la expansión y la multiplicación de las jóvenes editoriales independientes.

Se trata no sólo de la introducción de una nueva forma de pensar en el circuito comercial del libro, sino también de una apertura en la oferta estética: libros que antes no hubieran hallado editor, lo encuentran ahora, libros que habrían permanecido en las computadoras de sus autores para siempre, sin circular públicamente, transitan, ven la luz, son comentados.

Y no sólo eso: la existencia de las editoriales independientes provoca que casas transnacionales y poderosas, como Norma, por ejemplo, pongan en librerías obras que sólo unos pocos años atrás no hubieran encontrado editor por su dudoso carácter comercial: las nuevas editoriales empujan a las más tradicionales a entrar en terrenos desconocidos.

Ese pequeño y ojalá cada vez más próspero boom editorial es un movimiento en gran parte idealista, y no simplemente comercial, que camina de la mano de un puñado de editores jóvenes, arriesgados, conscientes de su trabajo, con mentalidades renovadas y renovadoras, con una visión inaugural, que pretende abrir en el Perú escenarios que antes estaban velados.

Por eso es buena idea propiciar que las iniciativas de esas editoriales se desarrollen en un ambiente libre de manipulaciones y exento de sombras y oscuridades sospechosas: una buena manera de acabar con la noción de que el mercado editorial está controlado todo él por la influencia de unas pocas personas es permitir el crecimiento limpio de ese nuevo universo editorial, que ensanchará paulatinamente las vías de contacto entre escritores y lectores.

Una denuncia

Repito: me parece importante conservar la limpieza de ese nuevo mercado, que no se vea interferido por sobresaltos y sospechas, que no pase nada que haga caer sobre las editoriales independientes la sombra de duda que para muchos flota sobre la imagen de las grandes casas transnacionales.

Con eso en mente, he aceptado publicar una carta que me ha hecho llegar el escritor Rafael Innocente, en la que un grupo de autores peruanos y extranjeros denuncia lo que ellos llaman una estafa (o más bien una larga serie de estafas) cometida por la editorial Zignos y su director, el señor Harold Alva (foto). La carta que Innocente me ha enviado, y que ya antes se ha reproducido en otros medios, dice lo siguiente:
Lima, setiembre de 2008.

Los firmantes somos escritores, poetas y críticos literarios peruanos y extranjeros que hemos sido perjudicados en nuestro trabajo de creación por el pernicioso accionar de Harold Alva Viale, director de la Editorial Zignos, cuyo abundante prontuario está siendo destapado en diferentes medios públicos en el Perú.

Harold Alva es un timador de vuelo internacional que ha afectado nuestras obras con una pésima edición (libros mutilados, con hojas en blanco y maculados por decenas de erratas debido al pésimo cuidado de edición) e impresión y una nula difusión de las mismas. Asimismo, Harold Alva ha incurrido en delito de estafa al incumplir con realizar el depósito legal y la inscripción de nuestras obras en la Biblioteca Nacional del Perú (código ISBN), algo completamente incomprensible pues el monto del depósito legal es irrisorio, y para coronar la desfachatez del pillaje, Alva no ha entregado la totalidad de libros que previamente había pactado con los respectivos autores (en el contrato se firmaba y se pagaba por 1000 ejemplares y el bribón sólo entregaba 20, luego se esfumaba, ésta ha sido una práctica recurrente de este audaz sujeto, quien ha tenido el mismo proceder con el seudofestival de poesía que organizó en el año 2007 y que llamó pomposamente Festival de Poesía País Imaginario, en el cual embaucó a numerosos escritores extranjeros, prometiendo editarles libros que sólo fueron imaginarios pues no hubo nada tangible). Finalmente, la difusión de nuestras obras en librerías y medios de comunicación ha sido absolutamente nula por parte de la seudoeditorial Zignos que dedica sus esfuerzos a buscar nuevas víctimas entre poetas y escritores jóvenes ignorantes de los sombríos antecedentes de su director, Harold Alva Viale.

Creemos que es de justicia denunciar este tipo de atropellos y creemos asimismo que resulta desatinado de parte de ustedes invitar a un sujeto que desfalca a decenas de escritores y se ampara en sus oscuros vínculos con el poder para permanecer impune.

Atentamente,

Harry Cañari Atoche
Rafael Innocente
Nuvia Estévez
Marta López Luaces
Miguel Ángel Zapata
Winston Orrillo
Aldo Pancorvo
Jorge Castillo Fan
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