29.9.09

Leyenda ecuatorial

Pablo Palacio y sus dos hemisferios

Es casi milagroso que los libros de Pablo Palacio hayan sobrevivido la prolongada agresión de la crítica ecuatoriana, la paralítica reacción de la esfera literaria en torno de ellos, el prejuicioso rechazo del público contemporáneo del autor, en su tiempo, y el desprecio retrospectivo que la tardía enfermedad mental de Palacio inspiró sobre su obra previa.

También es llamativo que ese vacío y ese rechazo del mundo literario ecuatoriano ante la obra de Palacio no haya sido necesariamente análogo a la recepción de Palacio en la sociedad civil ecuatoriana y en la esfera política en general: en contra de la leyenda, no es cierto que Palacio fuera un paria, un abandonado, un marginal o un olvidado en vida.

Sería exagerado decir que Palacio fue un poderoso: hijo no reconocido de un aristócrata que ni siquiera le dio su apellido, hérfano de madre muy temprano, provinciano sin mayores comodidades económicas, Palacio fue capaz, sin embargo, de hacerse un lugar en la prensa muy joven, publicar dos libros antes de llegar a los veintidós años, conducir el viceministerio de Educación y Cultura y ser segundo secretario de una Asamblea Consituyente a los treinta y dos años.

Los dos grandes lugares comunes en la leyenda de Palacio son que toda su vida fue víctima de un desequilibrio mental y que la incomprensión y el rechazo de su obra partieron de las élites conservadoras de la esfera literaria ecuatoriana.

Ninguna de las dos cosas es precisa. Palacio escribió sobre la locura, la anormalidad, la amoralidad y el tabú social, pero eso no lo distingue de los vanguardistas de su tiempo, que no lo rechazaron inicialmente por una supuesta aura de insania mental, sino porque Palacio se negó a hacer de su obra un instrumento inmediato de lucha política.

El vacío construido en torno de sus libros, el silencio y la burla crítica no vinieron del conservadurismo, sino de la vanguardia marxista, incluso a pesar de que Palacio fue un socialista convicto y activo al margen de su trabajo literario.

Y por supuesto, nunca está de más reiterar lo que se sabe: Palacio empezó a sentir los primeros síntomas de desequilibrio psíquico en 1938 (durante su trabajo en la Asamblea Constituyente), es decir, once años después de la edición de su libro más afín al asunto de la locura, la colección de cuentos
Un hombre muerto a puntapiés, publicada en 1927.

La crítica ecuatoriana, retrospectivamente, como dije, desechó y menospreció la obra de Palacio mayoritaria y casi unánimemente a partir de los años 40s, es decir, luego del voluntario internamiento del escritor en un sanatorio para enfermos mentales, y reduplicó el desprecio tras la muerte del autor, perdida ya la razón por completo, en 1947.

No poco tuvo que ver la férrea ignorancia del estamento crítico ecuatoriano en aquel tiempo: la total incomprensión del programa estético e ideológico de la obra de Palacio y del contexto de la vanguardia en general, la incapacidad de lidiar con una literatura erigida en el punto ciego de la moral burguesa, la impericia para comprender ese sutil dispositivo que son los narradores desconfiables de Palacio, casi siempre repulsivos e inmorales, hipócritas y sarcásticamente repelentes.

Pero, en fin, es sorprendente que Palacio haya podido gozar de un éxito relativo en el campo profesional, que haya sido una opinión política respetada, ocupado cargos de moderada importancia en dos gobiernos, intervenido en revueltas contra otros tantos, servido como profesor de filosofía en el mundo universitario, publicado ensayos y libros sobre filosofía y política con atención de los lectores, y, sin embargo, el ambiente literario se haya permitido maltratarlo y ningunearlo concienzudamente.

El asunto plantea una pregunta interesante sobre la consabida noción de que en América Latina el intelectual, y sobre todo el escritor, tiene una copresencia simultánea en la esfera política y la cultural, y que su poder se deriva concomitantemente de ambas: la figura del "letrado" que es a la vez agente del poder político y del artístico y el intelectual.

Palacio se movió en ambos mundos con éxitos muy distintos, no subordinó sus letras a la apetencia del poder político, ni utilizó su posición en el segundo para beneficiar la recepción de las primeras. En Palacio, los dos universos se desgajan voluntariamente, incluso a pesar de que, enterrada en las páginas de sus libros, se esconde la más lúcida crítica social del Ecuador que se abría a la modernidad a principios del siglo veinte.

Nota: Una de las fotografías que acompañan este post muestra a Palacio en 1938, ya empezada su enfermedad mental. A su lado está Carmen Palacios (no Palacio), su esposa, "escultora y escultura", como la llamó un escritor de aquella época; ella misma aparece en la otra imagen. Las pongo aquí porque no son imágenes que se vean con frecuencia.

26.9.09

Aldo Mariátegui o la facilidad

... de decir once tonterías en precisamente once oraciones

En su columna del sábado en
Correo, Aldo Mariátegui enumera las once razones por las cuales es un crítico constante del trabajo (y la existencia misma) de la Comisión de la Verdad.

El párrafo nos sirve para descubrir que Mariátegui, en efecto, sabe contar hasta once, pero también nos permite entender que no sabe sumar dos más dos. Veamos su razonamiento:
"Creo que la CVR fue una creación absurda del desatinado Paniagua porque: 1) La guerra con Sendero aún no ha acabado. 2) Aquí no tuvimos dictaduras asesinas como en el Cono Sur sino una democracia asediada. 3) Aquí no existió una política gubernamental de exterminio sistemático como en esas tiranías. 4) Reabrir heridas no sirve sino para envenenar el ambiente y el alma, aunque otros -como los ex miembros de la CVR- sostengan lo contrario. Creo que mirar para adelante y olvidar es mucho más saludable que regodearse morbosamente en el dolor del pasado. 5) Esa comisión fue capturada por una tendencia política determinada y sirvió a una agenda de acciones que a menudo les genera empleos, ingresos económicos y posicionamiento jurídico-político aquí y en el extranjero. 6) Aquí sí se había procesado a los militares que cometieron excesos. 7) Gastar gran parte de US$19 millones en una planilla estatal por lo general únicamente llena de caviares no me suena sano. 8). Se ha creado en gente pobre muchas expectativas de recibir dinero por indemnizaciones, y eso ha provocado apetitos de raíces macabras. 9) Se ha satanizado y judicializado en exceso a las FF.AA. y se ha limitado su operatividad contra el senderismo actual. 10) Se ha polarizado innecesariamente a la sociedad peruana. 11) Se manchó a partidos políticos democráticos como AP y el APRA como si fueran cómplices de excesos. Y mil peros más".
Bien. Mis once respuestas:

1) Suponiendo que la guerra no hubiera acabado, ¿cómo podría ése ser un motivo válido para no investigar sus causas, su naturaleza y sus excesos? ¿Desde cuándo es necesario esperar el fin de una enfermedad para diagnosticarla?

2) Si una democracia se convierte en asesina, es tan punible y digna de investigación como cualquier dictadura. Un proceso electoral no convierte a un gobernante electo en un agente con licencia para matar. La idea de Mariátegui recuerda lamentablemente las tesis del "estado de emergencia" de Carl Schmitt, que deberían ser aberrantes para cualquier verdadero liberal.

3) La supuesta inexitencia de una política gubernamental de exterminio sistemático no convierte en perdonable a ninguno de los crímenes que un gobierno y un Estado puedan cometer en contra de su población. Por otro lado, sólo una investigación puede determinar si hubo o no una sistemática política criminal de parte del gobierno. A cualquier abogado le sonará ridícula la defensa: "mi defendido no admite haber cometido un crimen, por lo tanto no tiene sentido investigarlo".

4) Si eliminamos la memoria, como pide Mariátegui, eliminamos con ella una serie de formas de civilidad y civilización que definen a toda sociedad como tal y que sólo se pueden ejercer retrospectivamente: la justicia, la evaluación ética, la historia, la reflexión sobre la propia identidad, la idea misma de nación. Mirar hacia el futuro sin conciencia del pasado, como propone Mariátegui, no es una actitud inteligente, es una imple imitación del mundo animal. Y, por otro lado, ¿qué derecho tiene Mariátegui, por ejemplo, a decirle a los deudos de los asesinados que no deben buscar el esclarecimiento de sus pérdidas?

5) Conozco a varias de las personas que trabajaron en el aparato técnico y científico de la CVR y no puedo identificarlas como parte de una misma tendencia política. El reconocimiento que tienen en el extranjero por el nivel y la limpieza profesional y ética de su trabajo no debería usarse, como hace Mariátegui, para argumentar, absurdamente, en su contra.

6) El de la CVR no fue un proceso judicial, motivo por el cual, dicho sea de paso, muchos de los actores de la guerra cuya responsabilidad fue establecida en la investigación de la comisión no han sido nunca castigados por sus acciones.

7) Ininteligible. ¿Está diciendo Mariátegui que lo gastos de la comisión sólo hubieran sido válidos si la planilla hubiera sido mayoritariamente de derecha? ¿O está diciendo que el Estado no debió gastar dinero en el trabajo inútil de conducir la más grande y comprensiva investigación que se haya hecho sobre el fenómeno político-social más determinante del siglo veinte en el Perú? (Por cierto: "por lo general únicamente" es la frase torpe de alguien que sabe que está afirmando inexactitudes).

8) ¿Así que, para evitar las expectativas de retribución de las víctimas, la solución es no darles ni la menor esperanza de ella? ¿O sea que el problema no está en quienes se niegan a hacer justicia, sino en quienes la buscan? Esa es la idea más "macabra" que he escuchado asociada con este tema.

9) "Judicializar" es la palabra que usan los amigos de la impunidad para referirse despectivamente a lo que los demás llamamos "hacer justicia". No se puede hacer justicia "excesivamente", no se puede ser
demasiado justo. Y si el Ejército no es capaz de operar sin asesinar inocentes, su problema va mucho más allá de la CVR.

10) Cuando el tema sea si debemos o no debemos hacer justicia con nuestra historia reciente, en efecto, habrá siempre una polarización. Esa polarización no surge de la CVR ni es motivada por ella: es ocasionada por la simple existencia de la noción de justicia. Es un
dilema moral y así como todos los humanos pasamos por dilemas morales, así también pasan todas las sociedades. Estar en favor de la justicia en algunos casos (cuando se trata de juzgar a campesinos y movimientos de izquierda) y en contra de la justicia en otros casos (cuando se trata de juzgar los abusos del Estado), como hace Mariátegui, no es polarización: es una lamentable bipolaridad. Por otra parte, intuyo que alguna polarización debe de haber existido antes de la CVR, en un país en guerra y con sesenta mil muertos.

11) Los gobiernos de Acción Popular y el APRA, en efecto, fueron responsables por la conducción del Estado y por las políticas gubernamentales a cuya sombra se desbordó la guerra y se puso en peligro la seguridad de la nación. Mariátegui subraya repetidamente el carácter "democrático" de esos partidos y de sus gobiernos, olvidando que las democracias son tan imputables como las dictaduras, que el hecho de surgir de una elección no vuelve máginamente democráticas todas las acciones de un gobierno, y que ninguna organización política está más allá de los deberes y las obligaciones de la ley y la justicia.

Una nota adicional: se supone que la columna de Mariátegui es su manera de solidarizarse con Salomón Lerner, ex-presidente de la CVR, por las amenazas y el acoso de los que viene siendo víctima. A la larga, la columna destina dos líneas a la supuesta solidaridad y el resto del texto a cuestionar toda la ejecutoria pública de Lerner, en la CVR y en la PUCP.

¿Cuánto espacio dedica Mariátegui a preguntarse de dónde pueden venir las amenazas, quiénes las propician, quiénes son los enemigos de Lerner, etc.? Nada, ni una sola línea. No le interesa, no lo cuestiona, no ve el problema. Está claro por qué: el resto del artículo lo explica implícitamente: para Mariátegui, es Lerner el que ha metido el dedo en la herida y la ha dejado abierta, es Lerner quien propicia el problema con su irresponsable necesidad de conocer y entender el pasado.


25.9.09

¿Quién le teme tanto a la verdad?

Una denuncia grave y una campaña de terror

El comentario de un lector me llama la atención sobre una noticia aparecida en el website del Instituto de Democracia y Derechos Humanos de la Pontificia Universidad Católica del Perú. La noticia es grave; la copio en su integridad:

Ex presidente de la CVR recibe amenazas

El Dr. Salomón Lerner Febres, ex presidente de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, viene siendo objeto de una campaña de amedrentamiento, que pretende poner en riesgo su integridad física y moral, al recibir amenazas durante los últimos días.

Primero, se trató de la muerte de dos de sus perros en su domicilio, el sábado 05 de setiembre, a los cuales se les dio un tipo de veneno fulminante, pues a pesar de recibir asistencia veterinaria de inmediato, ninguno pudo sobrevivir. La denuncia policial obra en la comisaria de Surco.

Luego, el día miércoles 23 de setiembre, tanto en su oficina del Instituto de Democracia y Derechos Humanos de la Pontificia Universidad Católica del Perú (IDEHPUCP) como en su domicilio, se recibieron llamadas de un sujeto que no quiso identificarse, quien dejó el siguiente mensaje: “lo mismo que le hicimos a tus perros, lo vamos a hacer contigo”. Los números de donde se hicieron las llamadas se encuentran en investigación.

El Dr. Lerner tiene una reconocida trayectoria en el campo de las humanidades y los derechos humanos. Es doctor en filosofía y rector emérito de la Pontificia Universidad Católica del Perú, además de presidente del Instituto de Democracia y Derechos Humanos de la misma universidad. Actualmente es vicepresidente de la Comisión de Alto Nivel para la creación de un Museo de la Memoria en el Perú, que preside el reconocido escritor Mario Vargas Llosa.

Ponemos en conocimiento de las autoridades y de la opinión pública estos hechos, para exigir su investigación.

Lima, 24 de setiembre de 2009.

22.9.09

La muerte de la "literatura latinoamericana"

Nota sobre ciertas declaraciones de Jorge Volpi

La literatura es un producto cultural y un producto histórico. Eso no la distingue de ninguna otra cosa hecha por el ser humano; por el contrario, eso se debe a que todas las cosas hechas por el ser humano son productos de su cultura y de su historia.

La inevitabilidad de su carácter cultural e histórico y el hecho de que comprendamos ese carácter, es lo que da origen al estudio de la literatura dentro de las ramas cruzadas de sus diversas tradiciones y, a la vez, en relación con el medio social, el tejido cultural y la encrucijada histórica en que cada obra literaria es concebida.

Dije inevitabilidad: ninguna obra literaria aparece en el vacío o proviene de la nada, ninguna escapa a su coyuntura histórica, ninguna puede ser ajena al medio cultural del autor y de sus receptores primarios, ni desliarse del origen social de quien la crea. La historia de la literatura podemos escribirla de diversos modos; el carácter histórico de la literatura es, en cambio, invariable.

No soy determinista: no pienso que distintos ambientes culturales y distintas coyunturas históricas dicten necesariamente una cierta forma de hacer literatura para cada medio y cada devenir; hay, por ejemplo, muchas formas de ser un escritor latinoamericano, y para confirmarlo basta con sólo recorrer los pasillos de cualquier biblioteca.

Pero eso no significa que las tradiciones literarias sean simplemente intercambiables. El gótico no pudo haber surgido en el Japón del diecinueve como surgió en la Inglaterra del dieciocho; el realismo no hubiera sido concebible antes de la Europa del diecinueve; el romanticismo no pudo haber antecedido al neoclasicismo;
Cien años de soledad y Ficciones, Mala onda y 2666, Los ríos profundos y Rayuela no hubieran sido naturales en la Italia fascista o en el Egipto postcolonial.

La diferencia palpable que las pone a unas en relación y diálogo con las otras no tiene que ver sólo con el conjunto de referentes objetivos que se esconde detrás de las ficciones, o con el hecho de que aludan de manera directa a escenarios latinoamericanos, ni mucho menos con la pura coincidencia geográfica.

Tiene que ver con las coyunturas históricas que informan la visión del mundo de sus autores, que --quiéranlo o no-- comparten los rasgos básicos de la posición de sus medios culturales e históricos en el orden mundial: un cierto carácter orbital, una mirada liminar, su emplazamiento en sociedades mestizas, híbridas, que no han ingresado en la modernidad al mismo tiempo que el resto de Occidente, que han lidiado de maneras diversas con análogas historias políticas y que se han escrito en mayor o menor medida en tensión con una semejante tradición lingüística.

En más de una declaración, Jorge Volpi se ha referido a la carencia de futuro de la literatura latinoamericana, no aludiendo a un declive (Volpi, por el contrario, es un entusiasta del nivel de la literatura actual en la región), sino en referencia al hecho de que no existe hoy en día nada que pueda llamarse "literatura latinoamericana" en el sentido de un corpus identificable propio de la región y distinto de otras.

Es interesante que la observación de Volpi se base en dos elementos inteconectados: por una parte, una evaluación de los cambios históricos del mundo moderno, que apuntan a un sobreseimiento de las fronteras y a una cierta globalidad del quehacer literario; por otro lado, su seguridad de que los autores de la región cada vez juzgan más irrelevante o simplemente ajena la tarea del escritor como observador social y político.

Cabría decir que el Volpi que dice lo primero está, precisamente, contrariando lo segundo: mostrando su propia estimación de un hecho en la historia literaria de la región, y generalizando su apreciación hasta abarcar, justamente, todo ese universo que según él no existe: la literatura latinoamericana. De hecho, este es un terreno para las paradojas: cualquier afirmación general sobre la literatura de América Latina recrea el concepto, incluso si su intención es afirmar su inexistencia.

La primera objeción posible, más allá de eso, es la siguiente: la globalidad de la literatura no es una realidad palpable y actual, sino el posible telos de la globalización, es decir, hoy, un objeto inexistente, una pura aspiración. Lo realista es decir que la globalidad propone como fin ideal un orden mundial preternacional, pero que en los caminos históricos de la globalización los actores ingresan cada cual con la carga de su propia historia particular y comunal, y desde una avenida distinta, con distintas posibilidades, diferentes posiciones y, sí, también con mayores o menores poderes y lugares jerárquicos, todo ello en función de su lengua y su origen.

Lo segundo: si la noción de compromiso social, a la que alude Volpi, e incluso el interés de un número creciente de escritores jóvenes en los problemas políticos, culturales y sociales de sus países de origen, o de la región latinoamericana en general, ha menguado, o incluso si ese interés fuera del todo inexistente, eso de ninguna manera extrae a esos escritores de la historia, y, ciertamente, no los extrae de la historia de esos países y de esa región.

Para desligarse de la historia, un escritor no tendría simplemente que despreocuparse de ella: tendría que morir y nacer de nuevo convertido en una mónada, de preferencia extraterrestre, de preferencia extragaláctica, y de preferencia vegetal o mineral.

Por supuesto, entiendo lo que Volpi quiere afirmar: la historia latinoamericana tiene hoy un rumbo que no tenía antes, y ese rumbo puede eventualmente conducir a su literatura hacia una suerte de interacción e integración total, una incorporación absoluta dentro del cuerpo de algo que podríamos llamar "la literatura mundial".

Si eso ocurre alguna vez, será dentro de unos cuantos cientos de años y, para que el fenómeno sucediera de manera legítima, tendrían que desaparecer primero todas las barreras, las fronteras, los límites y las idiosincracias que hacen que hoy, lo queramos o no, cada nación tenga una historia nacional. Mientras éstas existan, cada nación tendrá también una literatura nacional: la literatura no se "adelanta a su tiempo"; en el mejor de los casos puede anunciar difícil, tentativa y quizás erróneamente supuestas variantes de futuro, mundos posibles.

Una de las aristas más difíciles del discurso de Volpi es el hecho de que sus observaciones sobre la inexistente literatura latinoamericana se construyen a partir de un canon de autores (pueden llamaralo muesta o suma o selección o corpus) que es inverosímilmente limitado para alguien que quiere juzgar un universo tan amplio como el de la creación literaria de la región.

Volpi repite, en esto, la misma parcialidad de la prensa cultural: cuando habla de la joven literatura latinoamericana, se refiere a los escritores de la región que han conseguido acceder al circuito internacional, que sobreviven en él, que responden a los criterios de selección de las editoriales mayores, que satisfacen las expectativas de los organizadores de congresos y ferias. Autores entre los cuales, huelga decirlo, están muchos de los mejores escritores de América Latina, pero ciertamente no todos, y creo que no la mayoría.

Recapitulando: primero Volpi limita su muestra a los autores que son más aptos para el mercado internacional, y luego descubre que, en efecto, entre ellos es difícil encontrar escritores cuyos temas cruciales se relacionen con el universo social y político de sus países de origen. Es un argumento perfectamente circular, perfectamente inconducente.

(Y quizá también poco ajustado a la realidad incluso dentro de sus propios parámetros: Volpi cita como ejemplo a Bogotá 39; los tres escritores peruanos invitados a Bogotá 39 han publicado en los últimos dos o tres años novelas sobre el periodo del terrorismo).

¿Qué pasa con ese argumento si uno considera la importancia de la literatura argentina de la postdictadura, la novela peruana de la violencia política, la poesía chilena del postpinochetismo, el teatro mexicano de la violencia social? ¿Es justo borrarlas del panorama y considerarlas irrelevantes sólo porque su acceso al mercado internacional es inmensamente difícil? ¿No forman parte de unas ciertas tradiciones, eminentemente ligadas con la historia de sus países? ¿Son inventos académicos?

La literatura latinoamericana existe y tiene futuro; los cambios históricos no la eliminan, sólo le sugieren nuevos caminos. Ningún cambio en la voluntad o la intención de algunos de sus autores podrá evitar que siga siendo producto de la historia, de su historia, de sus historias (y eso incluye las obras de esos mismos escritores): eso está en la sangre de todo producto artístico.

Por cierto, conocí a Jorge Volpi hace algunos años, cuando pasó unos meses en Cornell como profesor visitante, y tengo el mejor recuerdo de él y de las pocas veces que conversamos (coincidíamos en un bus camino al campus). En ese tiempo, él estaba escribiendo su novela sobre la Unión Soviética, y leyó algunos fragmentos en una presentación pública. Su novela tiene una fuerte conciencia de la historia, de la posible circularidad de la historia y las revoluciones inútiles, y está obsedida, como sus otros libros, por la interrogante sobre el asunto del poder y de su legitimidad. A riesgo de ser arbitrario tengo que decir que todos esos temas, siendo "universales", son también muy,
muy mexicanos.

Monstruos del espíritu humano

Algo sobre la locura y Horacio Quiroga

Entre todos los cuentos que nacieron de la aguda y oscura imaginación del uruguayo Horacio Quiroga, es difícil encontrar uno que sea tan inmisericordemente trágico como la vida de su autor.

Es conocida la hilera de desgracias que se entretejió en su existencia: el padre, muerto de un escopetazo accidental apenas nacido el futuro escritor; el padrastro, muerto por mano propia; el mejor amigo, muerto por un disparo azaroso del mismo Horacio; los dos hermanos, muertos en una epidemia de tifoidea; la esposa que se suicidó ante la negativa de Quiroga de abandonar la selva para vivir en la ciudad; el diagnóstico del cáncer avanzado; el suicidio de Quiroga en 1937.

Un año después de su muerte, más suicidios: sus dos cómplices literarios, uno de ellos su amor imposible, Alfonsina Storni, y el otro, el crucial de sus mentores, el maestro Leopoldo Lugones. En ese mismo año, 1938, se mató también su hija Eglé Quiroga. Trece años más tarde, el menor de los hijos del cuentista uruguayo siguió el mismo camino.

Vivió su vida entre depresivos, siendo él mismo, por temporadas, un anacoreta. Pero casi siempre fue un sujeto vital, deportista, un inventor, mecánico de taller, ingeniero autodidacta, un filósofo del exceso libidinal, un aventurero que prefería la realidad desaforada de la jungla antes que la máscara de la urbe.

Cuando su amigo Julio Herrera y Reissig se hacía fotografiar (derecha) fumando opio e inyectándose ampoyetas de morfina, quería demostrar con el ejemplo su ansiedad de descubrir, con la ayuda de las drogas, la realidad oculta de una vida paralela, interior, para propiciar el conocimiento de ese otro mundo a través de la inducción de una locura pasajera.

Cuando Quiroga pensaba en la locura, en cambio, meditaba sobre la facilidad con que se puede llegar a ella, deslizarse hacia ella, caer en su laberinto. Muchos de sus cuentos se preguntan por qué la puerta de la locura es capaz de abrirse tan inmediata y súbitamente, tan sin avisar.

En "El perro rabioso", un hombre es mordido por un animal enfermo y, al cabo de cuarenta días, se presentan en su cuerpo y en su mente los síntomas de la rabia: la pérdida en la ilación del discurso, la obsesión paranoide, el delirio del acoso, la reacción histérica, el asomo del delirio extremo y la alucinación: si mordida por el vampiro una mujer se vuelve vampiresa, si mordido por un licántropo un hombre se torna licantrópico, entonces, mordido por un perro rabioso, un hombre se vuelve un perro con rabia: la locura en ese cuento es un contagio de animalidad.

En "La gallina degollada" el mal está en el riesgo acechante de la herencia, la transmisión necesaria de aquello que la psiquiatría biologicista del siglo anterior había llamado "degeneración": la acumulación atávica de todas las taras de la genealogía propia, que se ciernen sobre uno y lo malogran, lo degeneran, lo derrotan.

Los "cuatro hijos idiotas" del matrimonio Mazzini-Ferraz pueden ser el producto de esa acumulación de debilidades, pero también pueden ser la maldición del azar, la arbitrariedad de la demencia, la tragedia del egoísmo y del odio disfrazados de amor, la suma de las culpas humanas, el fin último de la especie: como el niño con cola de García Márquez representa el fin de una dinastía, los cuatro hijos-bestia de los Mazzini, que matan a su hermana por gula y por hambre, creyéndola gallina, son también el punto final de una genealogía torturada.

El súbito acaecimiento de la locura, la conversión del ser humano en irracional: la alienación mental en Quiroga es un pasaje sin procesos intermedios, una transformacion instantánea, una aparición fantasmal que puede encarnar en cualquiera, en cualquier momento.

Cuando le diagnosticaron el cáncer, en una clínica citadina, Quiroga descubrió que, en el sótano de ese edificio los doctores habían escondido, sepultado en vida, a un hombre que sufría atroces deformaciones físicas, como el desdichado hombre-elefante inglés que nosotros conocemos por la película de David Lynch.

Qurioga quiso conocerlo: encontró que debajo de su cuerpo animalesco vivía un hombre inteligente y de buen corazón; exigió que lo sacaran de allí, lo llevó a convivir con él en su cuarto del hospital. Fue acaso la última persona con la que habló antes de suicidarse para no tener que soportar el trance excesivamente prolongado de la enfermedad; su último amigo.

En el acto final de su vida, entonces, Quiroga abogó por la naturalidad de la vida y el derecho a vivirla en libertad de alguien que lucía distinto pero era igual a todos. En ese pasaje, Quiroga debió saber que la locura no era la deformidad exterior de ese hombre, sino la ceguera profunda de quienes lo trataban como a una bestia. No era el monstruo de las apariencias aquel a quien había que temer; eran los monstruos del espíritu humano, el fantasma de la irracionalidad que sólo es capaz de mirar las superficies.


20.9.09

Encuentre las diferencias

Dialogando se entiende la gente

"El escenario de las acciones de sus novelas posteriores,
Débora y Vida del ahorcado, puede ser trasladado a cualquier urbe de la época. Pero es Quito, allí están el tranvía, las callecitas empedradas".

(Víctor Mural, 17 de setiembre por la mañanita).

"En el blog del inefable Víctor Mural descubro un post entero dedicado a corregir y enmendar la lista de diez lugares imaginarios de la fantasía literaria latinoamericana que publiqué aquí mismo hace unos días. Mural aporta tres lugares; uno de ellos es el Quito de Pablo Palacio. Una vez más, demos gracias al señor nuestro dios porque el blogger prefiriera dejar su nómina inacabada. Habría tenido que seguir el Miraflores de Vargas Llosa, el Barranco de Martín Adán, la Huamanga de Nieto Degregori..."

(Gustavo Faverón, 17 de setiembre por la tardecita).

"La ciudad que describe, desde la insanía creativa, Palacios en
Débora y Vida del ahorcado ya no es Quito ni ninguna otra real".

(Víctor Mural, 17 de setiembre por la nochecita).



18.9.09

שנה טובה

Shana Tova Umetukah

En los años treinta, cuando apareció su novela
Huasipungo, el escritor ecuatoriano Jorge Icaza se convirtió en uno de los personajes más discutidos del mundo literario en lengua española.

Al impacto notorio que la brutalidad de su ficción tuvo en el público ecuatoriano, se añadió casi de inmediato el éxito vendedor de la novela en todo el continente. Y a ambos se agregó poco más tarde una polémica que, en cierta forma, no se ha disipado siete décadas más tarde.

La novela de Icaza fue escrita en una encrucijada: en ella se intersecaron los alientos finales del naturalismo narrativo con los primeros del realismo social; los finales del indianismo criollo con el impulso regionalista; los chapuceos del activismo marxista ecuatoriano con sus primeras reivindicaciones indigenistas.

Icaza, además, atravesaba un periodo furibundo de desencanto político, tras la censura gubernamental de una de sus piezas teatrales: la novela no había sido nunca el vehículo primario de su elección; era un recurso una vez que se le había quitado la posibilidad del escenario y la dramaturgia.

En el libro confluyen aquellos impulsos ideológicos y esta nueva rabia personal: el relato es oscuro, patético, sangriento y muy sucio, su historia es mórbida, terrible, tan abusiva con el lector como con sus personajes, en extremo violenta y desesperanzada.

Los indígenas de Icaza son poco menos que animales, seres denigrados y ultrajados hasta el punto de su dehumanización; no son simplemente un grupo humano victimizado de manera consuetudinaria y secular: son una raza derruida, carcomida, disminuida y desvirtuada.

Como sucede con las obras de más de un indigenista contemporáneo suyo (López Albújar, por ejemplo), es difícil, ante la ficción de Icaza, establecer todas las dimensiones de su mirada sobre lo indígena, que parece alternar entre el asco y el miedo, la admiración ante el sufrimiento soportado y el rechazo de lo que se muestra, después de todo, como un primitivismo ofensivo y una enfermiza inferioridad.

A diferencia de López Albújar, sin embargo, sabemos que Icaza fue siempre meridiano en afirmar que su novela era una defensa de los indígenas, una denuncia de las condiciones de su explotación, su marginalización y su abuso. Icaza quería que
Huasipungo le abriera los ojo a los ecuatorianos, que los convocara a la acción renovadora y al cambio político y social.

Pero Icaza estaba, en cierta forma, atrapado por las ideologías de su tiempo: su lado filo-marxista le decía que la organización tradicional indígena era premoderna y por tanto debía ser superada; su proto-darwinismo social le indicaba que el prolongado sometimiento y el trato infrahumano podían haber convertido a los indígenas, de facto, en una especie degenerada, acaso irremisiblemente; el saber común de la épooca lo forzaba a pensar dentro de los linderos de lo racial, desde donde es siempre fácil deslizarse, incluso involuntariamente, incluso contra los propios ideales, al territorio del puro racismo.

¿Cómo reivindicar una raza y defenderla si se piensa el mundo en los términos en que el mundo era pensado en tiempos de Icaza: como un complejo mapa de yuxtaposiciones entre grupos racialmente determinados? ¿Cómo, si se supone, como ocurriía entonces, que las razas no sólo determinan apariencias y condiciones físicas, sino también, necesariamente, herencias morales, una genética de atavismos transmitidos de generación en generación, y que esos atavismos condicionan el carácter social, moral, intelectual y cultural de sus portadores?

En otras palabras, ¿cómo podía Icaza defender a una raza si la evidencia de sus textos parece indicar que esa raza, para él, era un colectivo degenerado en la historia y en la herencia social? Icaza, con el potencial rechazo que su obra puede ocasionar en el lector contemporáneo, tiene un mérito muy particular:
Huasipungo es el esfuerzo reivindicativo de un autor que intenta sobreponerse a sus propios prejuicios para someterlos a un objetivo más limpio: el de sus ideales; particularmente, un ideal de igualdad social: es el ejemplo de un intelectual que da un paso fuera de la prisión del sentido común de su época, su clase y su origen.

Hoy todavía, pasadas siete décadas, escuchamos a personas que se refugian en ese sentido común para perdonar sus propias faltas en lugar de luchar para abolirlas. Todos sabemos quiénes son: esos que dicen: "no sean hipócritas, todos somos racistas, así somos, qué podemos hacer, así me criaron, eso aprendí desde chico, para qué me voy a escandalizar del racismo si es la norma en el mundo en el que vivo", etc.

Aquellos lectores que hacen lo insusual con los demás libros de Jorge Icaza, es decir, leerlos, en vez de memorizar el nombre del autor y, acaso, darle una rápida mirada a
Huasipungo, descubren una realidad que debería ser profundamente excitante intelectualmente: que Icaza fue revirtiendo ese esquema racial y racista del cual partieron sus primeros libros, que fue empatando poco a poco su mirada de la realidad con lo que al principio había sido poco menos que un ideal auto-impuesto desde la ideología pero a pesar del sentido común.

Es decir, que dio una lucha de cuarenta años para que la noción de la plena igualdad de las etnias, que entrevió en su socialismo de juventud y que lo condujo, casi contraintuitivamente, a la escritura de sus primeros libros, se convirtiera en efecto en el motor de un nuevo y distinto sentido común para toda su sociedad.

No ganó esa lucha, como no la ganaron de inmediato Alcides Arguedas o José María Arguedas, en Bolivia y en el Perú. En los países andinos, lo indio y lo cholo aún están en camino a la difícil reivindicación, y el camino ha tenido curvas demasiado abiertas, que lo han alejado temporalmente de su destino más de una vez.

En el Perú, por ejemplo, incluso una gran parte de quienes no ejercen activa y cotidianamente alguna forma de racismo, siguen pensando el mundo en términos raciales: todavía un candidato político puede llamar la atención, positiva o negativamente, por su origen étnico, porque es japonés o porque es indio o porque es mestizo o porque es blanco, por las cualidades o los defectos de su estereotipo antes que por las de su carácter o su discurso.

No tendría por qué ser así. Incluso si quisiéramos, ociosamente, parasitariamente, refugiarnos en la comodidad de pensar que no es nuestra culpa, porque así nos ha formado nuestra sociedad, incluso en ese caso, no tendría por qué ser así: la primera lucha contra el racismo, especialmente en un país extensamente mestizo en todas sus aristas, es una lucha personal, una lucha íntima, una lucha por abolir los propios prejucios y las prácticas que se derivan de ellos.

En la blogósfera hay una bitácora escrita por un peruano que vive en los Estados Unidos, que ha hecho su objetivo permamente la lucha contra el racismo. El problema es que el administrador de ese blog parece incapaz de evitar referirse a todas y cada una de las personas a las que critica caracterizándolas en función de su origen y su raza, para acabar desestimándolas no por lo que dicen o piensan o hacen, sino por lo que son.

Apenas ayer, recibí un comentario de otro blogger que, queriendo contradecir ciertas afirmaciones mías sobre la edición y la comercialzación de los libros de Hitler, se dirigió a mí llamándome "rabino", como si en ello se cifrara una cierta descalificación, como si la referencia fuera suficiente para desestimar o minar mis argumentos.

Ese blogger jamás se reconocerá como racista, a pesar de que hace unos meses escribió un texto destinado a burlarse del hecho de que cierta actriz peruana de origen andino se reconociera como aficionada al heavy metal, atreviendose con ello a salir del dique de lo que se espera de una mujer india.

Estos bloggers están en las antípodas de Icaza. El ecuatoriano era capaz de reivindicar la noción de igualdad en la práctica y como telos, por encima de los esquemas de prejucio dentro de los cuales él y todo su mundo se movía. Estos bloggers, en cambio, quieren reivindicar una supuesta igualdad sin abandonar ninguna de las prácticas asociadas con el esquema mental racista: quieren luchar contra el racismo propugnando el endurecimiento de los estereotipos.

En este año nuevo judío, se me ocurrió escribir sobre este tema y ver si a alguien le interesa reflexionar sobre él: para abolir el racismo, hay que superar primero la mentalidad de la estereotipia; no basta con escudarse en ella como sentido común, pero tampoco basta con declararla superada de la boca para afuera. Y ciertamente no basta con contraponer unos estereotipos a otros.

Shana Tova Umetukah: que tengan un año bueno y dulce.

17.9.09

Nada por aquí

¿Por qué prohibir el virus en vez de colocarse la vacuna?

Aparece un libro de Abimael Guzmán, libro que ha de ser estúpido y soporífero como su autor, insensible y atrozmente banal como su autor, demagógico y superficial como todo lo que ha escrito y hecho público antes su autor.

El ministro de Justicia exige que se inicie una investigación y se levanten los ejemplares del libro de inmediato. ¿Cuándo fue la última vez que un libro causó tanto revuelo en el Perú?

¿Tienen el gobierno, el Estado Peruano, el pueblo, la sociedad civil, derecho a pedir que ese libro no circule en los canales comerciales, que no llegue a manos de los lectores?

Se pueden encontrar precedentes en sociedades por demás letradas y hechas a una larga tradición editorial: en Austria es ilegal poseer o comerciar un ejemplar de
Mein Kampf, el vergonzoso panfleto de Adolf Hitler; comerciarlo es ilegal en Holanda y México, aunque no es ilegal poseerlo. Es Israel son ilegales su impresión y su venta, pero muchos ciudadanos y organizaciones proponen que se anule el veto.

En Estados Unidos no son ilegales la impresión, publicación, comercialización o posesión del libro. Se dice que 15 mil ejemplares de él se venden en promedio cada año. Más allá de eso, lo cierto es que virtualmente desde cualquier lugar del planeta se puede leer el libro a través de la internet: una búsqueda de
Mein Kampf en Google responde colocando el enlace al texto íntegro como segundo item en la lista de opciones.

Ningún país del mundo occidental, sin embargo, prohíbe los textos de Hitler en general; el veto se concentra en ese libro, espina dorsal y versión oficial de la paranoia antisemita de los nazis.

En el Perú, lo más parecido que tenemos a un Hitler es Abimael Guzmán, y, por ello, creo, citar los antecedentes internacionales referidos a la obra del payaso nacional-socialista es atingente y relevante.

La primera conclusión es que las democracias occidentales no prohíben la publicación de las obras de una persona por ser quien es o haber hecho lo que hizo, sino que, cuando llegan al punto de la prohibición, se enfocan en textos precisos y particulares, cuyo carácter moralmente dañino y socialmente destructivo está probado hasta la saciedad.

¿Es el contenido de este libro de Abimael Guzmán de un carácter tal que el gobierno, el Estado o algún estamento de la sociedad civil consideran necesaria y pertinente su prohibición? ¿Es la respuesta del ministro de Justicia una reacción cautelar al contenido del texto o es una reacción al solo hecho de que un escrito de Guzmán sea presentado a la sociedad?

Si la última hipótesis es la correcta, entonces el intento de censura puede ser, ciertamente, arbitrario y, por tanto, inaceptable. Si la hipótesis correcta es la otra --si el gobierno considera que el contenido del texto es particularmente nocivo en un país aún asaltado por la ansiedad de la violencia política-- la medida se hace digna de una discusión que sea, en la medida posible, desapasionada.

Mi aprensión, sin embargo, es de una cualidad distinta: si en verdad hay razones para sospechar que nuestra sociedad se podría ver afectada por la publicación de un libro de Abimael Guzmán, entonces hay que temer que nuestra sociedad no ha podido ser educada en las razones de la violencia, sus motivos y motivaciones, las condiciones que la propiciaron, etc.

La pregunta es qué cosa ha hecho el gobierno de Alan García para propiciar en nuestra sociedad el conocimiento y la reflexión sobre la violencia política: qué ha hecho para explicar por qué se produjo, qué errores fueron cometidos, por qué la salida terrorista fue inmoral, criminal y destructiva y por qué la respuesta estatal fue incapaz, inmoral y también nociva.

Quizá si libros como el Informe Final de la CVR y el invalorable
Hatun Willakuy estuvieran en todas las bibliotecas, en todos los colegios del país, si los documentos que explican la guerra y la participación en ella de cada uno de sus actores hubieran sido incorporados a los currículos escolares, si la discusión y la comprensión hubieran sido animadas y propiciadas desde el Estado, la aparición del libro de un asesino masivo con el intelecto de un zancudo y el poder de argumentación de una plancha a carbón no serían peligrosos para nadie en lo absoluto.

Mi propuesta para el ministro de Justicia: no pierda el tiempo persiguiendo las tonterías impresas de un cretino. Más bien, disponga que su ministerio y el de Educación hagan el
Hatun Willakuy accesible a todos los maestros y estudiantes del país. Cualquiera que lea ese libro no podrá sino cerrar con asco y disgusto cualquier cosa escrita por Guzmán.

Trabballengguhas (haktualisatho)

Disparates recientes de todo calibre

Ah, ¿qué es mejor? ¿Una mañana pésima o una mañana pesimista? Después de un largo tiempo me doy una vuelta por blogs peruanos que se dedican a la literatura, las artes y la cultura, por decirlo de alguna manera.

Encuentro maravillas de una luminosa inteligencia. En su blog epónimo, Rodolfo Ybarra determina el siguiente diagnóstico sobre los orígenes ideológicos de la Revolución Francesa:
"La revolución francesa tuvo sus primeras armas en los textos y discursos de Montesquieu, de Proudhon, de Diderot, etc".
Nunca más providencial un "etc". Sólo dios sabe qué nombres hubiera colocado Ybarra después, en caso de que hubiera seguido con la enumeración. La Revolución Francesa, como saben todos los lectores que hayan llegado en sus investigaciones más allá del Libro Gordo de Petete, se produjo en 1789. Proudhon nació en 1809, veinte años más tarde.

En el blog del inefable Víctor Mural descubro un post entero dedicado a corregir y enmendar la lista de diez lugares imaginarios de la fantasía literaria latinoamericana que publiqué aquí mismo hace unos días.

Mural aporta tres lugares; uno de ellos es el Quito de Pablo Palacio. Una vez más, demos gracias al señor nuestro dios porque el blogger prefiriera dejar su nómina inacabada.

Habría tenido que seguir el Miraflores de Vargas Llosa, el Barranco de Martín Adán, la Huamanga de Luis Nieto, la Lima de Reynoso (la de Melville, la de Ribeyro, la de Diez Canseco, la de Rilo), la Amsterdam de Mulisch, el París de Hemingway y así hasta el Peloponeso de Homero.

¿Qué parte de mi post se le quedó clavada como estaca en la sinapsis a Mural? ¿Cuánto tiene que reflexionar un crítico antes de notar que la percepción y representación idiosincrásica de un espacio real es un mecanismo distinto que el de instituir un espacio ideal para contraponerlo con otros tangibles? O, en otras palabras: ¿cuánto se tiene que saber para notar la diferencia entre Macondo y Ecuador como entidades ficcionales? Son misterios que no espero responder.

Y en el blog de Javier Garvich, encuentro una patinada cinemática en imperdible y agónico contrapicado:
"En esta parte del mundo hemos estado más cercanos a la producción anglosajona de mucho tirón mediático y adaptación cinematográfica asegurada. Destacamos el caso de James Jones, autor de las posteriormente oscarizadas De aquí a la eternidad (más conocida por el tórrido, playero e interminable beso entre Burt Lancaster y Deborah Kerr) y La delgada línea roja, aplaudida por los fans de Sean Penn".
La delgada línea roja es un clásico contemporáneo del cine norteamericano, una película difícil que desafía la habilidad, la sensibilidad y, en enorme medida, los hábitos tradicionales del espectador cinematográfico promedio.

¿Cuál es exactamente la razón de ese síndrome del "bloguero cultural", que lo conduce a ponerle zancadillas a la apariencia de su propia capacidad intelectual, a decir cualquier cosa sin reflexionar sobre ella, a dictaminar y concluir sin fundamento y sin argumentación?

Actualización

El sabio escriba Ybarra levanta los cargos diciendo que su resbalón era ficción. Pero acto seguido publica un post en su blog que contiene la siguiente notable cita:

"Requisar libros, como quemarlos o establecer un estamento de Librorum Prohibitorum, nos catapultarían a la edad media, nada más y nada menos que a los tiempo del Inquisidor Torquemada".
Oh, oh. Problemas: el Index Librorum Prohibitorum al que ha querido referirse Ybarra no fue creado en la Edad Media, sino en la segunda mitad del siglo XVI. Y Torquemada tenía seis décadas muerto y enterrado para ese entonces. Uno se pregunta qué tanto le cuesta a esta persona informarse antes de abrir la bocaza.


15.9.09

Cosa mostra

La arquitectura del secreto profesional

Muchos tienen la sensación de que el ambiente literario y el de algunas otras artes está compartimentado en pequeños espacios que a veces es difícil franquear.

Otros dan el paso siguiente y están convencidos de que esos mundos se manejan desde anillos de poder herméticamente cerrados: argollas, en peruano.

Es casi paradójico que la imaginación de los errores del circuito literario tomen esas formas arquitectónicas: laberintos, círculos concéntricos, esclusas, cubículos.

Paradójico, digo, porque quienes sientan eso sufrirán sin duda un ataque hepático al descubrir cómo se mueven los intereses profesionales en el mundo de la arquitectura en el Perú.

Lo que cito a continuación son pasajes literales del artículo 29 del Código de Ética del Colegio de Arquitectos del Perú:

"Son actos contrarios a la ética profesional:


"d) Emitir juicios con respecto a errores que cometieran otros colegas a menos que dichos juicios se emitan en presencia del afectado, por requerimiento legal o se afecte el bien público.


"e) Hacer público cargos contra la actuación profesional de otro arquitecto antes que sean presentados al Colegio y juzgados por éste, de conformidad a esta Carta y sus disposiciones.


"f) Entregar un informe negativo a instituciones o clientes sobre la actuación profesional de otro arquitecto sin la mención previa a éste del informe solicitado.


"g) Emitir opinión sobre la pertinencia o corrección del monto o condiciones de los honorarios de otros colegas.


"h) Denunciar a un colega sin fundamentos suficientes o por motivos intrascendentes, desde el punto de vista profesional.


"j) Competir con otro arquitecto a base de cobrar menos por un trabajo conociendo por indagación propia o por terceras personas, los precios u ofertas del competidor".


Entendámonos: según el inciso
d, un arquitecto puede ser hallado culpable de falta ética por el solo hecho de criticar públicamente o en privado los errores de otro.

Según el inciso
e, un arquitecto sólo puede acusar públicamente las deficiencias, errores o malos manejos profesionales de otro después de que el Colegio de Arquitectos vea el caso, es decir, en buen cristiano, sólo luego de una evaluación secreta para el público.

Según el inciso
f, si yo, como cliente, pido a un arquitecto una opinipon profesional sobre el trabajo que otro arquitecto me ha hecho, o me está haciendo, el arquitecto consultado tiene prohibido llevar a cabo tal evaluación sin avisarle antes al evaluado.

En verdad, esa es más una prohibición contra los clientes; es como si el Colegio Médico prohibiera a un paciente pedir la opinión de un segundo doctor.

El inciso
g repite lo mismo en un caso muy particular: el cliente no podrá encontrar a un solo arquitecto que le diga si otro arquitecto está cobrándole abusivamente, bajo ninguna circunstancia.

El inciso
j prohíbe, en la práctica, la libre competencia y, una vez más, lo hace a costa del dinero de los clientes.

Los arquitectos suelen preciarse de ser verdaderos artistas que habitan un mundo de empresas y negocios; el Colegio de Arquitectos del Perú parece abrigar el deseo de reunir sólo lo peor de ambos universos: el celoso secretismo y el ego del estereotípico artista y la abusiva auto-protección de los grandes negociantes.


Fe en la censura

Darwin: ¿muy controversial para el público americano?

El británico Jon Amiel no es necesariamente el más admirable ni el más consistente de los cineastas contemporáneos.

Quizás a la mediocridad de su adaptación cinematográfica de
La tía Julia y el escribidor (Tune In Tomorrow, 1990, con Keanu Reaves en el rol principal) se deba que la industria americana no haya querido nunca más retornar sobre la obra de Mario Vargas Llosa en busca de inspiración.

Sin embargo, Amiel tampoco es permanentemente torpe ni es un amateur:
Sommersby (1993), el relato de una mujer (Jodie Foster) que debe descubrir si el hombre que regresa de la guerra a dormir a su lado (Richard Gere) es en verdad su esposo o un impostor, no es una mala película, y es una historia contada con buen pulso y no poca agudeza.

Con sólo una cinta (mala) estrenada en los últimos diez años, Amiel parecía desterrado a la televisión, hasta que empezó a rumorearse, tras las primeras proyecciones privadas de su nueva cinta, hace unos meses, que
Creation --un biopic sobre Charles Darwin con las actuaciones de Paul Bettany y Jennifer Connelly-- podía ser, por fin, su obra maestra.

Ver para creer, dicen. Lo triste es que no está claro si quienes vivimos en Estados Unidos tendremos la oportunidad de ver
Creation: ninguna distribuidora norteamericana se ha atrevido a contratar la cinta para su proyección en este país: el personaje central de la película resulta demasiado controversial.

En el mundo islámico, más de un país --como Sudán y Arabia Saudita, por ejemplo-- prohíbe enteramente la enseñanza de las teorías evolutivas darwinistas.

En Occidente, donde esa prohibición no existe, Estados Unidos es el país con el mayor porcentaje de personas que dudan de la veracidad de la idea de que el ser humano sea el producto de una evolución a partir de especies animales más básicas o primitivas.

Un 39% de los americanos cree en la evolución. Un 39% de ellos no cree en la evolución. El restante 22% no está seguro. Viendo el vaso medio vacío, ello significa que un 61% de la población estadounidense no confía en las teorías científicas de la evolución.

Si quieren compararlo con otros países occidentales: el porcentaje de creacionistas abiertamente opuestos a las nociones evolutivas alcanza apenas el 8% en Islandia, el 11% en Japón, el 21% en la ultra-católica Italia, el 18% en España y rodea el 15% en Dinamarca, Suecia y Francia.

Así que, aquí, Darwin es demasiado peligroso para que una distribuidora quiera comprometer su imagen con la del científico decimonónico, o jugar su presupuesto en una aventura comercial asociada con el asunto de la evolución. Las protestas, las campañas de sabotaje, los boicots empresariales llegarían de inmediato y los intentos de censura seguirían poco después.

Nótese que ese es el verdadero peligro que atemoriza a las distribuidoras, ya que no cabe duda de que la cinta de Amiel sería capaz de convocar a una audiencia mucho mayor que la de otras obras extranjeras que alcanzan distribución nacional en Estados Unidos (
Creation es una producción inglesa, hecha con financiamiento de la BBC).

No tengo que explicar que la fe religiosa no está reñida con la creencia en la ciencia, y que, por ejemplo, en este caso puntual, sólo la confianza radical y literal en la historia bíblica de la creación (es decir, la lectura de aquellos que no busquen en la
Biblia símbolos, alegorías y metáforas, sino verdades al pie de la letra) puede causar conflictos con las hipótesis evolutivas.

Una cosa que no termina de llamarme la atención en este tipo de conflicto es la, llamémosla así,
vocación de personaje, de los creacionistas más acérrimos: esa necesidad de verse a sí mismos como caracteres escritos e inscritos en un texto ajeno, preexistente, nacido de la mano de un dios, y verse escritos allí, además, de manera literal, palabra por palabra, de modo que sólo el relato mágico, o el relato mítico, o el relato de la fe, ocupen todo el espacio destinado a los relatos de la historia, de la ciencia, de la realidad material, y no sólo los de la moral y el espíritu.

La tendencia censora de lo creacionistas más convencidos es sui generis porque su aspiración final parece ser la de reemplazar todas las historias de lo humano con una sola narración de lo humano como obra de la divinidad: en lugar de todos los libros, un libro; tapar el sol con un dedo y luego tocar con ese dedo el dedo de Dios.

13.9.09

Geografía imaginaria de América Latina

Entre lugares de la memoria y lugares de la ficción

Como la Praga kafkiana y el Londres de Dickens o Conan Doyle, hay muchas ciudades del mundo que ofrecen a los lectores viajantes la oportunidad de visitar los sitios que sirven de escenario a sus novelas y cuentos favoritos.

En América Latina, algunas pocas toman la costumbre: el Buenos Aires de Borges, Sabato y Cortázar, por ejemplo, es un tour diseñado para capturar la imaginación romántica y fetichista del viajero literario.

Lamentablemente, ningún país del universo está en condiciones de replicar el programa cuando se trata de lugares eminentemente imaginrios: esos que uno intuye o sueña en una cierta geografía, en los linderos o en los extramuros de una ciudad demasiado material para ser en realidad el sitio ficcional que uno quisiera conocer.

¿Cuáles son esas urbes y esas villas imaginarias, esos caseríos precarios y esas poblaciones alucinadas que uno sabe en América Latina, y entiende, acaso, como parte de su realidad, pero que no podemos descubrir ni en el mapa ni al bajar de un autobús? ¿Cuáles son esas Baratarias, esos Yoknapathawphas, esas Tierras Medias latinoamericanas?

Hay, por supuesto, muchas, y quizá sean, a su manera infinitas, pero yo quiero mencionar un puñado de ellas, las que más han señalado mi propia imaginación:

1.
Costaguana: siglos después de las viejas invenciones de los utopistas europeos en el Renacimiento (expediciones que parten del Perú o llegan a él para descubrir el topos de la república perfecta o decadente), un polaco inglés, Joseph Conrad, inventó en Nostromo, acaso la más ambiciosa de sus novelas políticas, un país latinoamericano, Costaguana, para escenificar en él los zigzagueos de la construcción nacional en una tierra que ingresa al régimen capitalista. El colombiano Juan Gabriel Vásquez, hace pocos años, le dio un nuevo giro al lugar en Historia secreta de Costaguana.

2. Macondo: aparecido primero en breves cuentos de un García Márquez todavía realista, todavía afincado en la tierra de Hemingway pero poniendo un pie firme en la de Faulkner, Macondo se convertiría en el lugar imaginario por excelencia en América Latina: no un atisbo sino toda una reconstrucción real-imaginaria del continente en su fase postcolonial, quizá la más duradera representación del choque entre modernidad y tradición en nuestro lado del planeta.

3. Santa María: microcosmica maqueta de la vieja Santa María de los Buenos Aires, violentada (hecha violenta, patentizada su violencia) en esa dura mezcla de racionalismo extremo e irracionalidad social que caracteriza las ficciones de Onetti. Santa María es también la recia construcción de un espacio conosureño regido por la aniquilante sospecha existencialista (pariente, por tanto de otro espacio imaginario surgido de la tradición rioplatense: el virreynato acogotante y asfixiado de Di Benedetto en
Zama).

4. La ciudad de "La muerte y la brújula": En "El escritor argentino y la tradición", Borges contó que recién cuando abandonó la intención de describir el color local bonaerense y las figuras clave de su imaginario urbano, y aceptó el reto de construir una ciudad innominada, regida por una lógica demencial y situada en una geografía simbólica (¿o es más bien alegórica?), sus amigos le dijeron, por primera vez: has captado a la verdadera Buenos Aires.

5.
Comala: la Comala de Rulfo no es la Comala real de Colima que el gobierno mexicano nombró "pueblo mágico" en el año 2002. Es, más bien, ese espacio de duermevela y de espantos donde los habitantes conversan de tumba a tumba y los pocos vivos mueren por la consumición aboluta del oxígeno en los pulmones de dos hermanos incestuosos. La ciudad a la que los jóvenes llegan para descrubrir las raíces de su estirpe y odian hasta la médula la revelación cuando al fin se produce: ciudad de ultratumba en la que habitan el espectro de la destrucción y la miseria de lo humano.

6.
El subsuelo de Buenos Aires: en Sobre héroes y tumbas, de Sabato, y más particualrmente en el "Informe sobre ciegos", el más aterrador de sus capítulos, el alucinado protagonista ve su paranoia confirmada y su sospecha inverosímil hecha realidad cuando penetra en el subsuelo de un edificio lindante con cierta plaza, donde los ciegos se reúnen a pactar los pasos de una malévola conspiración. Al cabo de un corredor los vellos se le congelan en la piel: una ciega lo mira con la fijación de lo desconocido, lo que hay que temer. El estudio que hace Sabato de la paranoia es sin duda escalofriante y poderosamente memorable, pieza central en ese mosaico de narraciones rioplatenses dedicadas a descifrar la clave de la enfermedad social en los indicios del desequilibro psíquico.

7.
Las casas verdes: no son sólo dos las casas verdes de la literatura latinoamericana (me refiero a la "primera" y la "segunda" casas verdes de la novela homónima de Vargas Llosa. Son, de hecho, tres, y la más antigua de todas apareción en portugués, en 1881, en una nouvelle de Joaquim Maria Machado de Assis: El alienista. Curiosamente, todas las casas verdes de la imaginación novelesca latinoamericana son cotos cerrados y escenarios de degradación. La Casa Verde de Machado de Assis es un asilo para enfermos mentales, en una novela cuyo centro de debate ideológico es una recriminación contra el cientificismo y contra el naturalismo literario: ¿quién puede (y cómo puede) determinar la cordura o la locura de los demás? Las dos casas verdes de Vargas Llosa (una de ellas reaparecida en La Chunga), son burdeles, espacios imaginarios y clausurados en las afueras de una ciudad real (Piura). En verdad, hay otra casa verde, más visible y tangible pero también más lejana y más inescrutable, en esa novela: la inabarcable selva amazónica.

8.
Río Fugitivo: si mi memoria no falla (cosa que ocurre en uno de cada cien casos; mi memoria es horrorosamente frágil), el único escritor latinoamericano de las últimas generaciones que ha desarrollado la identidad de una ciuadad imaginaria colocándola en un espacio mitad histórico y mitad imaginario, en diversos relatos y novelas, es el boliviano Edmundo Paz Soldán: el Río Fugitivo de Edmundo es una suerte de La Paz/Cochabamba en donde el ímpetu de la influencia americana parece multiplicado y a veces omnipresente. Quizá lo más cerca que el discurso "mcCondiano" que inauguró Fuguet ha llegado de plasmarse en una representación de lo social que no renuncia al vuelo de la imaginación.

9.
El Rosedal: en algún lugar de la sierra central peruana tendría que haber una hacienda llamada El Rosedal, donde Silvio, el protagonista del cuento "Silvio en El Rosedal", de Julio Ramón Ribeyro, descubre escritas en clave las previsiones de su futuro, las líneas de su porvenir, los desenlaces de su dolorosa soledad. Cada pared, cada escalera, cada mirador, cada imperceptible surco en la tierra y cada decorado en una mata de flores, en El Rosedal, tiene un sentido o muchos sentidos: Ribeyro ha creado un lugar en el que todo significa, todo apunta a algo más, el universo mismo es una máquina semiótica; la ironía, que el personaje descubre lentamente, es que quizás no sea así: acaso él colocado todos los sentidos en espacios que no eran más que obra del azar. ¿Pero no es así la vida misma?

10.
El espacio de la locura de Levrero: en su "trilogía involuntaria" de novelas (La ciudad, El lugar, París), el uruguayo Mario Levrero, con justicia rescatado en los últimos años, luego de una muerte silenciosa y una vida de modesta fama local, diseñó tres escenarios del delirio: el sitio imaginario que permanece hermético y ajeno a nuestra comprensión, el lugar carcelario del que se escapa sólo para ingresar en otro más incomprensible, la ciudad ajena de la que ni siquiera el suicidio o el accidente nos habrá de rescatar. Arquitectura de la enajenación, topografía de la irracionalidad: el espacio de la locura en Levrero excede lo latinoamericano, pero no lo olvida.


9.9.09

Números y letras

Sobre un artículo de Abelardo Oquendo

En una reciente columna en La República, el crítico Abelardo Oquendo --a quien, nunca está de más recordarlo, se debe la vitalidad y la longevidad de la más interesante revista cultural peruana, Hueso Húmero--, escribió lo siguiente:

"Basta un ligero ejercicio comparativo para apreciar que la nuestra, como todas las literaturas nacionales, es una a la medida de sus lectores. Así, en estos casi cinco siglos que llevamos de lengua castellana solo un puñado de nuestra gente de letras ha tenido luz propia y suficiente para brillar e influir más allá de nuestras fronteras".

El argumento, comprensible y sin duda atendible, de Oquendo, es que las dimensiones de la lectoría en una sociedad son un factor importante en el crecimiento de una tradición literaria: donde no hay lectores, tienden a escasear los escritores; donde los lectores son muchos, los escritores se multiplican.

Todas las evidencias apoyan la sentencia de Oquendo y pintan un paisaje deprimente para las letras peruanas: el analfabetismo funcional es mayor en el Perú que en casi cualquier país de América del Sur, excepto por Bolivia (en el ránking de alfabetismo, el Perú ocupa el puesto 123 en el mundo); también estamos en la zona inferior de la tabla en materia de edición y comercialización de libros: tirajes, ventas, lectoría, importación, y también exportación.

Algún incauto alega de vez en cuando que todos esos índices son erróneos, porque no consideran la piratería de libros. Lo cierto (lo obvio) es que la piratería de libros no tiene cómo sortear el muro del analfabetismo ni la falta de costumbre librera: el Perú no está entre los mayores escenarios de la piratería latinoamericana. Ese es el puesto de México, Brasil, Chile, Colombia y Argentina (y Paraguay, donde se imprime buena parte de las ediciones piratas que luego se venderán en Argentina y Brasil).

Pero, yendo al punto que los infectados de chauvinismo quieren obliterar: Oquendo --quien no dice que no haya brillantes escritores en la literatura peruana (sobre todo en la poesía)--, no está equivocado al afirmar que son pocos los autores peruanos que han alcanzado a ser en verdad influyentes en las letras de otras tradiciones.

Eso se puede decir de Garcilaso de la Vega en el periodo colonial, de Ricardo Palma en las primeras décadas del siglo XX, de José Carlos Mariátegui en las inmediatas, de José María Arguedas hacia mitad de esa centuria y de Mario Vargas Llosa en la segunda mitad.

Algo similar podría asegurarse sobre César Vallejo, voz fundamental en toda una rama de la genealogía poética latinoamericana. Y de Antonio Cisneros, más recientemente, en el ámbito de la lengua española, donde quizá se le unan un puñado de otros poetas peruanos, de manera menos visible en lo inmediato, pero real: Belli, Eielson, Varela, Hinostroza.

Pero no me vienen a la mente muchos otros casos: los de Ciro Alegría y Manuel Scorza como voces influyentes en la narrativa latinoamericana fueron fenómenos temporales, rápidos, más o menos borrados al poco tiempo de surgir. Bryce ha sido siempre tremendamente popular, pero también enormemente idiosincrásico y, por ello, no muy recurrido como referente.

Por supuesto, es dudoso que la influencia internacional sea un rasgo a tener en cuenta para evaluar la calidad de un autor o la firmeza de una tradición nacional: muchos de nuestros nombres clave no alcanzaron casi nunca esa posición: Julio Ramón Ribeyro (en la foto), Martín Adán, Emilio Adolfo Westphalen, José María Eguren, César Moro, Luis Loayza.

Argüir el éxito actual de librerías de autores peruanos como señal de su influencia (tal como hace alguno de quienes responden a Oquendo) es un recurso superficial e irreflexivo: está claro que nombres como los de Alonso Cueto, Iván Thays, Jorge Eduardo Benavides, Fernando Iwasaki, Fernando Ampuero, Santiago Roncagliolo o (por qué dejarlo de lado) Jaime Bayly, se cuentan entre los más reconocibles de la narrativa latinoamericana actual.

Pero no está clara la naturaleza de la huella que sus obras vayan a dejar fuera del Perú. Quizá algún joven escritor en el Distrito Federal, en las Ramblas catalanas o en algún parque de Santiago esté aprendiendo la puntualidad y la refleja introspección en las páginas de Cueto o Thays, o la habilidad organizativa en las de Benavides, o la rápida pulsión narrativa en las de Ampuero o Roncagliolo, pero eso no lo vamos a saber de inmediato.

Se puede alegar, sí, algún dato en contra de la afirmación de Abelardo Oquendo: Islandia, por ejemplo, es un país con 1% de analfabetismo, tiene el mayor índice per cápita de publicación de libros en todo el mundo, el mayor índice universal de lectoría, y la quinta mayor densidad de libros en bibliotecas por cada habitante.

Sin embargo, ciertamente, Islandia está lejos de ser un gigante literario, pese a que su tradición es larga, desde Snorri Sturlusson (que mi generación, como otras, buscó tras leer a Borges) hasta Halldór Laxness, premio Nobel de literatura. Aunque, claro, Islandia apenas tiene 300 mil habitantes, y no casi cien veces más, como el Perú.

Mientras que en países como Francia e Inglaterra el promedio de lectura de la población es de casi veinte libros por año (y en la garra nórdica llega a cincuenta), en México el 85% de los habitantes no leen nunca un libro y el promedio nacional es de medio libro al año por persona (más alto que en el Perú, por cierto). México, sin embargo, es el país de Sor Juana, Octavio Paz, Elena Garro, Juan Rulfo, Fernando del Paso, Carlos Fuentes, Elena Poniatowska, Juan Villoro, etc.

En resumen, no son pocos, pero tampoco son demasiados los autores peruanos que han alcanzado una notoria capacidad de influencia fuera del Perú. Sin embargo, eso no contradice la seguridad de que la tradición literaria peruana es rica, es sólida, construida con nombres cruciales y obras de valor inestimable. Por otro lado, las condiciones de la lectoría, el mercado editorial, el alfabetismo, etc., son centrales para la prosperidad de una literatura, pero no son factores que sirvan para explicarlo todo.