18.5.10

Caballeros de la mancha

Contando poetas de diez en diez

Una vez pasado el momento de la vanguardia, con la disolución del dadaísmo, el futurismo, el ultraísmo, el surrealismo, y los otros muchos impulsos que coincidieron con ellos en el tiempo, no desapareció, en cambio, el envión de los proyectos sectarios y más o menos colectivos: la poesía fue durante el siglo veinte el terreno de los ánimos grupales.

En el caso peruano, por ejemplo, pocos han sido los movimientos grupales en el campo de la narrativa, y ninguno ha logrado cierta relevancia desde hace varias décadas, acaso desde el momento en que empezó a deshacerse el Grupo Narración. Y sin embargo, no han escaseado los grupos poéticos.

Hora Zero, Kloaka, Inmanencia, por ejemplo, cada cual a su manera y dejando huellas de distinta hondura o distinta superficialidad, son todos nombres reconocibles en el devenir de la poesía peruana contemporánea.

La impronta del primero es indudable, incluso fuera del Perú; el segundo se ha autopromovido tan indesmayablemente que ahora resulta casi indecoroso no reconocerle un espacio (a diferencia del grupo Neón, al que ninguna mono-campaña ombliguista hará sonar duradero); el tercero tuvo un impacto visible aunque fuera sólo hacia adentro de su propia generación.

Y cuando los poetas peruanos de décadas recientes no han escrito bajo el cinturón unificador de un grupo o de una camarilla, la varita mágica de la crítica-a-vuelapluma los ha transformado a posteriori, agrupándolos bajo otros ubicuos y groseros signos colectivos: la generación del 80, la generación del 90, la generación del 2000, la generación de la violencia, la generación coche-bomba, la generación del 2003, la generación del 4 de junio de 1998 a las 3 de la tarde, la de las 3:30, etc.

Lo lamentable es que con frecuencia quienes por el motivo que sea quedan afuera de una designación colectiva, parecen quedar inmediatamente afuera de la memoria o de la historia o al menos afuera de las cronologías, y eso disminuye la importancia de sus nombres.

Siempre he tenido la impresión de que una cosa tan mezquina como esa es la que hace que Mario Montalbetti, por mencionar el ejemplo más extremo, no sea reconocido suficientemente como uno de los poetas centrales de la literatura peruana actual: es el exceso de voz propia (si debo ponerlo de alguna manera reductiva), unido a la insularidad con respecto a grupos e incluso a generaciones: el hecho de que su primer libro apareciera en el momento limítrofe entre los setentas y los ochentas, y que el segundo fuera publicado muchos años más tarde.

Más allá de los casos particulares, no deja de ser sorprendente que la poesía se haya vuelto el escenario de lo colectivo y la narrativa el lugar de los esfuerzos personales.

Lo peor, claro, es que no es así, esa descripción no es justa: el aparente gregarismo de la poesía peruana es en verdad un fenómeno inventado por el ruido autocelebratorio de los grupos en combinación con la dejadez y el facilismo de críticos a quienes se les hace más sencillo imaginar grandes líneas y valorar manifiestos y festejos grupales que evaluar obras independientes y salir a la cacería de ornitorrincos.

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La muerte y la novela

Y la muerte de la novela, obviamente

Hay un personaje en The Secret Agent, de Conrad, que atraviesa la novela con una mano siempre en el bolsillo, y allí, dentro del bolsillo, una pelota de caucho en el puño cerrado, que es en verdad un disparador, conectado a una bomba que el hombre lleva adherida al cuerpo.

En El paraíso en la otra esquina, de Vargas Llosa, es la protagonista, Flora Tristán, la que carga con una amenaza análoga (pero distinta) en el cuerpo: es una bala que su esposo le ha disparado, y que ella tiene incrustada a milímetros del corazón, perpetuamente a punto de llegar a su destino.

La marca de la muerte inminente, física o moral, el estigma, la señal de la destrucción, es un leit motiv que, a fuerza de atravesar muchas novelas, atraviesa la historia de la novela.

Es la máscara de hierro del secreto príncipe de Dumas, la letra escarlata sobre el vestido de la adúltera heroína de Hawthorne, la enfermedad mortal del Malone de Beckett y el Artemio Cruz de Fuentes, la dentellada de Judas en el cuerpo del Cuéllar de Vargas Llosa, la estrella amarilla de los dobles de Kertész o Primo Levi, los ojos blancos del Jorge de Burgos de Eco, la pierna de palo del capitán Ahab de Melville.

La novela ha sido con frecuencia la hija derrotada de la epopeya antigua, su hija pesimista o nihilista. Incluso en los orígenes de la novela moderna, cuando Cervantes imaginaba al personaje que habría de convertirse en uno de los grandes emblemas de la vitalidad desbordada y el impulso libidinal, imaginaba también su muerte necesaria.

Que la novela como género haya madurado y alcanzado sus momentos clave en los siglos diecinueve y veinte, es decir, en los siglos de la gran secularización, y que le haya correspondido ser el vehículo de representación del periodo en que la guerra se volvió industrial y el genocidio se hizo tecnológico, ha hecho que su affaire con la sombra de la muerte se produzca, además, en medio de las más turbias formas de desesperación ante la tragedia de la historia.

Los nombres clave de la novela desde el siglo diecinueve en adelante son, casi todos ellos, nombres que uno puede asociar casi inmediatamente con diversos avatares de las ideas de la muerte y la destrucción: Tolstoi, Dostoievski, Zola, Conrad, Kafka, Proust, Mann, Faulkner, Bassani, Kertész, Coetzee, Roth, Sebald, un etcétera infinito.

Dentro del campo de lo hispanoamericano, la norma se cumple igualmente: Onetti, Carpentier, García Márquez, Rulfo, Vargas Llosa, Fuentes, Bolaño: es casi imposible evocar el nombre de un novelista clave de América Latina cuyas obras más notorias y cruciales no sean en gran medida reflexiones sobre la muerte.

Cuando Vargas Llosa quiso definir la ambición característica de los libro clave del boom, los que él llamaba "novelas totales", un rasgo recurrente y axial era la noción de que tales libros aspiraban a representar un universo desde su fundación hasta su desaparición; como si la novela total fuera una construcción bíblica y debiera ir necesariamente de una génesis hasta un apocalipsis.

Vargas Llosa mismo se aproximó a ese ideal, simbólicamente, en La casa verde; literalmente en La guerra del fin del mundo, que historia una comunidad desde su inicio hasta su arrasamiento. El título de esa novela es más significativo de lo que parece: es la novela misma, como género, la que parece para Vargas Llosa (para el Vargas Llosa de aquel tiempo, al menos), la historia del fin del mundo.

Yo tengo la impresión (lástima que no pueda decirlo de otra manera) de que el día en que la novela renuncie a ser la expresión abarcadora de un mundo, el día en que deje de atreverse a intuir los orígenes y prevenir sobre el final de un cierto mundo (o de nuestro mundo), será el final de la novela moderna como género, simplemente porque será el final de uno de los rasgos que la han distinguido genéricamente desde siempre.

O, en otras palabras: como una Sherezada de pesadilla, si la novela quiere seguir viviendo, deberá insistir en contar historias sobre la muerte, porque ese es su destino y esa es la obsesión que le dio identidad.


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17.5.10

Riesgo y mercado editorial

Y dónde queda la literatura en esa encrucijada

Estoy seguro de que no soy yo el único que se aburre de escuchar a los escritores hablar sobre agentes, giras promocionales, editores, congresos y (sobre todo) acerca de premios literarios: quién ganó cuál, quién gana a cada rato, quién gana de antemano, quién gana mereciéndolo y quién no (esto se dice más en privado, claro está).

La mayor parte de los premios literarios son instrumentos promocionales; eso es transparente en el caso de los otorgados por empresas editoriales. Antes, los premios eran relativamente modestos. Pero en algún momento se dispararon, sobre todo en el mundo hispano. Eso no es poco importante: el dinero que una editorial otorga a un escritor por una novela ganadora es una inversión para la empresa; se espera que ese dinero regrese a la editorial en ventas, directa o indirectamente, y que se multiplique, como cualquier inversión.

Eso tiene una consecuencia esperable: si el dinero del premio es visto como inversión, entonces no se puede premiar (a veces con cientos de miles de dólares o euros) a un libro que luego sea difícil vender, o a un autor que no tenga un cierto potencial comercial, o a un tipo de literatura problemático en materia de negociabilidad.

(Por otro lado, tampoco se puede premiar a un libro que solamente tenga potencial comercial y que no tenga o dé la impresión de tener calidad literaria: un premio que se acostumbre a ser ganado por best-sellers de consumo masivo, por ejemplo, es un premio que rápidamente habrá de desprestigiarse y, por lo tanto, extraviará uno de los poderes de su varita mágica: el de decirles a los lectores que su logotipo en tal portada garantiza una lectura valiosa).

Hay libros, claro, que sí tienen potencial comercial y que además son excelentes, y por eso incluso los lectores más cautos persisten en seguir la pista de los libros premiados, y se encuentran con alguna frecuencia, entre ellos, con volúmenes que renuevan su fe en el sistema y en el método.

Pero lo de los premios es sólo la punta del iceberg (y me refiero a un iceberg no-hemingwayano, es decir, no a uno que indica dónde hay que escarbar para encontrar lo mejor, sino dónde hacerlo para encontrar lo peor).

Y lo peor es que el entronizamiento del sistema de las grandes editoriales y la competencia comercial omnipresente fosiliza la búsqueda de literatura original y reduce la capacidad de riesgo estético de los escritores (porque se vuelve necesario para las empresas reducir la posibilidad de riesgo de su inversión, y, por tanto, en la medida de lo posible, seguir vendiendo productos del tipo de los que hayan probado ya una cierta habilidad vendedora).

Supongo que la posición de los escritores en este asunto debe de tomar muchas formas distintas. Unos sentirán que, en efecto, podrían ser creadores más libres si el sistema editorial no funcionara como funciona. Otros pensarán que son totalmente libres y que, en su trabajo literario, hacen lo mejor que pueden hacer y lo hacen así genuinamente y sin remordimientos.

Algunos pensarán alguna vez: quizá si yo escribiera con absoluta libertad, si yo me autorizara a escribir sin pensar en lo que opirán mi agente y mis editores, haría algo muy diferente. Algunos añadirán: pero tal vez, en ese caso, no tendría el éxito que tengo; quizá ni siquiera podría publicar las cosas que hiciera.

Otros se preguntarán: ¿será quizá que mi (mayor o menor) éxito sólo significa que me he adaptado bien al sistema, pero no significa que esté haciendo un trabajo estéticamente valioso?

Otros no se preguntarán nada. Y entre esos, algunos, probablemente los que tengan mayor éxito, estarán acaso seguros de que ese éxito no tiene ningún tipo de condicionamiento económico o de mercado: que su obra es positivamente buena más allá de cualquier coyuntura.

Otro subgrupo de aquel grupo pensará lo contrario pero llegará a conclusiones similarmente halagüeñas para el ego: que su éxito sí depende de un asunto coyuntural, pero que en el fondo eso sólo refleja la perfecta adecuación de su literatura al momento histórico.

Hace sólo unos años, o unas pocas décadas, la mayor parte de los escritores buscaba para sus obras una editorial de prestigio: el dato clave era ver qué otros autores estaban en ese catálogo, e incluso qué afinidades estéticas podía tenerse con ellos. De allí en adelante, el libro se defendía más o menos solo. La extrema profesionalización de las editoriales ha cambiado la cuestión: ahora el dato clave es qué editorial tiene la mejor maquinaria de distribución, promoción y ventas.

Por supuesto, quedan las más pequeñas editoriales "independientes", que conservan la noción de la calidad como valor crucial. Pero los lectores observadores habrán notado ya que son muy pocos los escritores que les son fieles a esas editoriales: con el éxito suele llegar la migración a una casa mayor.

Regresemos al iceberg. ¿Alguna vez se han preguntado qué gran editorial del mundo hispánico estaría hoy dispuesta a publicar una obra que fuera (para nuestro presente) el equivalente de algo como lo que fueron en su momento Paradiso o De donde son los cantantes o Entre Marx y una mujer desnuda? ¿Qué cosa le dirían los editores de una gran editorial comercial al autor hispano contemporáneo que escribiera nuestro Finnegans Wake o nuestro Malone Meurt? ¿En qué punto la inmensa calidad literaria cobraría el peso suficiente para vencer los miedos de la editorial al fracaso económico?

Aquí viene una extraña ironía: la gran mayoría de los escritores latinoamericanos conocidos de las últimas generaciones son, obviamente, lectores voraces, que no habrán dejado de leer la mayoría de los libros que acabo de mencionar, y seguramente muchos los admiran.

Al mismo tiempo, estarán convencidos de que ellos mismos no intentan empresas similarmente complejas y difíciles (no hay que tenerle miedo a esa palabra) porque ese tipo de quijotería experimental ha sido, digámoslo así, superada en nuestra época.

La ironía tiene, entonces, la forma de una pregunta: ¿son los autores los que han superado la ambición de riesgo que tuvo la novela en el siglo XIX y las primeras ocho décadas del XX, o son las editoriales y el mercado las que han ido decidiendo poco a poco que hay que descartar la ambición de arriesgarse de esa manera?
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5.5.10

Boutade fotográfica, 2

Donoso y Bolaño: ¿dos diferentes?

Miren atentamente las imágenes que aparecen a la izquierda.

A mí me da la impresión de que son fotografías de una misma persona, que apenas cambia ligeramente el estilo de sus anteojos y el tipo de ropa, y unas veces aparece más peinado o menos que otras.

Sin embargo, algunos de estos retratos son del novelista chileno José Donoso y otros son del novelista chileno Roberto Bolaño, presumiblemente los más talentosos y memorables narradores del Chile contemporáneo.

No sé cómo reaccionarán ustedes. Yo por mi parte, he decidido detener todas mis investigaciones sobre Roberto Bolaño hasta que no se me pruebe fehacientemente que él y José Donoso no fueron la misma persona: no vaya a ser que todas mis especulaciones sobre la iconoclasia de Bolaño se vayan al tacho súbitamente.

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Zombie

Se presenta la segunda novela de Mike Wilson

Si uno mira el asunto con ojos pesimistas, un zombie no es nada más que un vampiro sin glamour: un muerto para siempre, cadáver viviente, desalmado, sólo que sin la virtud de la palabra y con un gusto más que dudoso en materia de modas.

Aunque la literatura de consumo popular está llena de zombies desde hace mucho, el fenómeno de su conversión en literatura de culto (de culto real, con lectores reales) es más bien reciente; acaso solo afianzado con la aparición de volúmenes paródicos del tipo de Pride and Prejudice and Zombies, esa transmutación mortífera del clásico de Jane Austen a manos de Seth Grahame-Smith (autor también de Abraham Licoln: Vampire Hunter).

Sale sobrando decir que, en el cine, el zombie ha sido más afortunado, básicamente gracias a la impronta de una de esas películas capaces de crear una tradición: Night of the Living Dead, dirigida hace cuarenta y dos años por el neoyorquino (lituano-cubano-americano) George A. Romero.

A Romero se debe la conversión del relato de zombies en una subespecie del horror, la del apocalipsis de los muertos vivientes: un reducido número de (en gran medida insufribles) humanos sobrevivientes se ven arrinconados en la última trinchera por una marea de humanos muertos pero circulantes, todo ello en un escenario tanto o más muerto que los villanos en cuestión.

Y claro, siempre queda un héroe en pie, un sobreviviente final, rastro agónico de la civilización arrasada por la enfermedad de la muerte semoviente: perdura un último ciudadano.

Mark Wilson (mi amigo desde hace años, estudiamos juntos el doctorado en Cornell) es, como George A. Romero, un ciudadano de muchos orígenes, un americano-argentino que a estas alturas vale confundir con un chileno-americano, y, curiosamente (o quizás no) administra un blog llamado Last Citizen y es autor de una novela titulada Zombie.

El libro anterior de Mike, el primero, la novela Púgil, se volvió en Chile una suerte de éxito de culto instantáneo, y la segunda amenaza con correr el mismo camino.

Pero Zombie no es, hasta donde puedo entrever (pescando fragmentos aquí y allá) una historia de zombies, no literalmente: a juzgar por lo que de ella se sabe, los zombies de este libro son una suerte de reversión de la metáfora del muerto en vida, esta vez encarnada en una comunidad de jóvenes sobreviventes, en una precaria y ruinosa comunidad caída en adicciones y temores oscuros.

El libro se presenta mañana jueves en la librería Qué Leo de Santiago de Chile, a las 7 pm.

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2.5.10

Reescribir la postmodernidad

Y dónde estarían Vallejo, Paz o Borges en ese proceso

Fue Perry Anderson (hermano de Benedict) quien escribió alguna vez que las primeras huellas de la postmodernidad debían buscarse en la poesía de César Vallejo: ¿exceso entusiasta?, ¿desborde de cariño por parte de un admirador amigo de América Latina?

¿O será que hay motivos para argumentar que al menos cierta parte de los discursos postmodernos empezó a cristalizar en Latinoamérica antes que en el resto del mundo?

Que Michel Foucault, Jacques Derrida, Umberto Eco, Jean-Francois Lyotard, Jean Baudrillard o Paul de Man hayan regresado una y otra vez sobre la obra de Borges no convierte a Borges instantáneamente en un postestructuralista o en un postmoderno, ciertamente.

Pero sería necio no prestar atención al dato y al hecho de que cuando el postestructuralismo en particular y el postmodernismo en general se han aproximado a los textos de Borges no ha sido para recusarlos, ni siquiera para modificarlos fundamentalmente o refutarlos, sino para apoyarse en ellos.

Pero, veamos: la fábula borgeana del país y el mapa perfecto que es tan grande como el país mismo es clave en Baudrillard. Sobre la misma imagen regresa Lyotard y además elabora la noción del duelo entre el otro y el mismo con ejemplos de "Los teólogos" y otras narraciones de Borges.

Quien la haya leído nunca olvida la crucial referencia a las taxonomías arbitrarias del emperador chino en el tratado de Foucault, ni que Foucault la toma de Borges. Más crucial incluso es el homenaje de Derrida al argentino en su célebre "La farmacia de Platón": para Derrida el Borges de los universos criptogramáticos es un alma gemela y un fundamental antecedente.

Incluso cuando Paul de Man se refirió a Borges como "un maestro moderno", lo hizo colocándolo de puente entre la modernidad y la postmodernidad, como un pasaje necesario y un faro bajo cuyo resplandor la postmodernidad se iba escribiendo. De Man, después de todo, quizo caracterizar a Borges, básicamente, desligándolo de la vocación moralista que el crítico ve como elemental en la novela moderna (los ejemplos que menciona: Kafka y los existencialistas franceses).

Quienes recusan la imagen del Borges postmoderno lo suelen hacer para rescatarlo, precisamente, de esa cadena de pensadores europeos a quienes identifican con la muerte (o al menos la agonía) de las grandes teorías del mundo moderno: salvarlo de los herederos de Nietzsche o Kierkegaard, digamos, salvarlo en nombre de la razón y la aspiración totalizante de las hiper-teorías.

Y el terreno de esa batalla se vuelve abstracto y a ratos metafísico: ¿cuál es la ontología borgeana?, ¿cuál es su teología?, ¿son sus ficciones un irreverente juego de raciocinio o una mordaz crítica de la razón misma?

Pero, ¿qué pasa si uno abandona por un momento al Borges de los laberintos infinitos y se ocupa del Borges que mira a su alrededor, el que reflexiona sobre la posición del escritor latinoamericano en el mundo y acerca de las formas en que se construye la tradición en Argentina y el resto del continente? En esa idea borgeana de que el escritor latinoamericano es a la vez centro y periferia de lo occidental, ¿no está ya historizada y encarnada la idea abstracta (y posterior) de los centros acéntricos de Derrida?

Y cuando Octavio Paz describe la soledad del mexicano como la amputación de una parte de sí mismo (el mexicano, indígena e hispano a la vez, niega una de sus partes y es en esa pérdida del otro --que es parte de uno mismo-- donde se origina su "soledad"), ¿no está Paz dando forma concreta y espacio real a la idea postestructuralista de la alteridad dentro de la identidad?

¿Cuándo se escribirá el tratado de lo postmoderno latinoamericano preservando la posibilidad de que el origen de las ideas de nuestra postmodernidad se haya encontrado desde siempre dentro de la misma América Latina en vez de haberse producido por aprendizaje, como una postmodernidad "alternativa" a la primera, casi enteramente europea?

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